La jerarquía católica mexicana recibe un duro golpe del Tribunal Electoral del Poder Judicial por violar el principio constitucional de la separación Estado-Iglesia. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.” La Secretaría de Gobernación tendrá que ejecutar el fallo y sancionar a jerarcas católicos por entrometerse en política y hacer politiquería abiertamente desde el púlpito en los comicios del 2021 a favor del PAN.

 

Entre algunos de los personajes que serán sancionados, están el arzobispo primado de México, Aguilar Retes; el siempre lenguaraz arzobispo emérito de Guadalajara Juan Sandoval Iñiguez, por su activismo político en su municipio, Tlaquepaque, al punto que tuvieron que anular las elecciones; también está en la picota, un influencer de los Legionarios de Cristo, Espinosa de los Monteros. Qué extraño que los legionarios quieran purificar el mundo de la política, cuando ellos tienen mucho que purificarse y rendir abultadas cuentas.

 

Pero, esto no es nada nuevo. La Historia de México no se comprendería si excluyéramos de entre sus actores a la Iglesia jerárquica. Su perpetua intromisión fue factótum en la vida política y social de México: el liberalismo triunfante calificó a la jerarquía como colonialista hasta 1821, conservadora e imperial en el siglo XIX, contrarrevolucionaria y ultraderechista en el siglo XX; qué paradoja, cuando Jesús estaría en un marco de referencia de Izquierda.  

 

Pero, veamos algunos antecedentes históricos de este deseo desenfrenado de la Iglesia jerárquica por abrazar y ejercer el poder terrenal: en la Navidad del año 800, el Papa León III coronó a Carlomagno Imperatur Augustus, acto que ocasionó serios problemas a la postre y de lo que toda su vida se arrepintió el emperador. Este evento dio pie para que la Iglesia romana asumiera la facultad de coronar, o deponer emperadores y reyes, argumentando el origen divino del poder monárquico, y que el papa representaba a Dios en la Tierra. 

 

La Revolución Francesa terminaría con la alianza Estado-Iglesia; pero, tienen que transcurrir 1002 años, desde la coronación de Carlomagno hasta cuando Napoleón Bonaparte le arrebata la corona al papa y se la coloca él mismo. La Iglesia jerárquica nunca se ha resignado ante ese hecho y aspira siempre a regresar al pasado glorioso en el que, como decía el papa Bonifacio VIII: “Los reyes están sometidos al papa y el papa solo responde ante Dios”. 

 

A partir del “Siglo de las Luces”, la inteligentzia europea concibió que la religión fuera un asunto del fuero interno de cada individuo, ajena a la esfera pública. La jerarquía eclesiástica se opone a esa pretensión y procura a toda costa mantener su poder terrenal. Hasta entonces, había ejercido un férreo control sobre súbditos y reyes, siempre considerando la necesidad imperiosa de mandar en el cielo y en la tierra. 

En México, con las providenciales leyes liberales de Reforma de 1857, se garantizó la separación Estado -Iglesia; es decir, el Estado laico: la alegría de vivir contra el miedo a la trasgresión de lo sagrado, la razón contra el dogma, la libertad del individuo en creer o no creer y la libertad de pensamiento. Con 2 mil años de experiencia, la Iglesia jerárquica ha sido maestra en la diplomacia y la intriga política; México aprendió diplomacia a partir de lidiar con el poder y las intrigas de la Iglesia jerárquica, y los gobiernos de Estados Unidos.  

 

Con la Revolución y la Constitución de 1917, las relaciones Estado-Iglesia empeoraron y, en 1923, el Gobierno de Obregón acordó que se aplicara el artículo 33 al embajador del Vaticano, Ernesto Philipi; fue considerado persona non grata por negarse a respetar la Constitución. Estos y otros trances, desembocaron en La Guerra Cristera, donde murieron 250 mil mexicanos. 

Es importante advertir que las confrontaciones del poder político con el poder religioso nunca se han dado por argumentaciones teológicas, o disputas sobre posesiones en la otra vida, si es que la hubiere, sino por el poder aquí y ahora. 

En la visita del papa Francisco a México, en su famoso sermón a los obispos, en la Catedral metropolitana, el Pontífice sacudió a la jerarquía mexicana con un duro mensaje: “No se sientan príncipes, no pierdan tiempo en sus relaciones con los poderosos, déjense de intrigas para ascender, olviden los vacíos planes de hegemonía y aléjense de los infecundos clubes de intereses y consorterías”.  El Papa los exhortó a que salieran a encontrarse con los pobres, que se empolvaran los zapatos y respaldaran su pastoral con el buen ejemplo. Es claro que les está pidiendo que se alejen de las frivolidades del poder político y del económico, de los escándalos, de las fastuosas comilonas con los poderosos, del amasiato con el poder político y atiendan el mandato del Señor.

Los cambios históricos terminaron con el papel totalizador de la Iglesia jerárquica en la sociedad. La separación Estado -Iglesia, es el triunfo de la libertad, sobre la opresión; de la razón, sobre el dogma; aunque, todavía existen, sobre todo en Guanajuato, grupos de ultraderecha que pretenden restaurar ese anacronismo histórico a como dé lugar. Quieren moralizar desde el Estado e instaurar el dogma desde el poder político. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.”

P.D. Recientemente murió el obispo emérito, Onésimo Cepeda, claro ejemplo de la frivolidad y el amasiato entre la Jerarquía, el poder político y económico. 

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