Estos dos inagotables años de pandemia -con sus dosis de confinamientos, desconfinamientos, cierres y aperturas parciales, nuevas mutaciones del virus, olas recurrentes de incertidumbre y ansiedad- parecieron arrinconarnos para siempre en lo virtual. De pronto, imaginamos que todas nuestras experiencias laborales, amistosas, familiares, amorosas e incluso sexuales -por no hablar del tiempo que destinamos al entretenimiento y al arte- habrían de quedar atrapadas en ese otro mundo que cada vez se solapa más con el nuestro. Una gran migración obligada más por la gestión del virus realizada por nuestros gobiernos -el biopoder que hoy nos controla- que por el virus mismo: todos nos mostrábamos dispuestos a dejar atrás el peligroso entorno analógico para alcanzar la tierra prometida digital.

En este ominoso panorama, las grandes compañías tecnológicas -poderes ya muy superiores a cualquier Estado nacional- apenas tardaron en avistar una nueva jauja: una era en la que tarde o temprano todos los habitantes del planeta terminaríamos por sumergirnos día y noche en sus distintas plataformas y aplicaciones, convertidos no tanto en sus usuarios como en sus esclavos de tiempo completo. No es otra la idea subyacente en el metaverso -el término anticipado por el novelista Neal Stephenson en 1992 en Snow Crash y explorado hasta sus límites en la recién ampliada saga de Matrix-: un ámbito virtual permanente del que muy pocos se atreverían a salir.

La propuesta -con hondas raíces platónicas- implicaría abandonar el mayor tiempo posible las tinieblas de lo real, con sus amenazas virales, sus despropósitos políticos y su abulia cotidiana, para poblar en cambio una esfera luminosa donde llevar a cabo las porciones más importantes de nuestras vidas: del teletrabajo al cibersexo, pasando por nuestra adicción congénita al chismorreo y el consumo de ficciones y, por supuesto -el neoliberalismo todo lo permea-, cada una de nuestras transacciones económicas. Esta es la promesa, al menos, que Mark Zuckerberg, en su siniestra huida hacia adelante luego de las incontables acusaciones en su contra, dio hace unas semanas al transformar Facebook en Meta.

Si ya pasamos horas y horas sometidos a la pantalla -y los más jóvenes muchas más-, la oferta ahora es convertirnos en pantallas a nosotros mismos, dócilmente conectados a través de audífonos y lentes de realidad virtual que por fin sean cómodos y baratos -en espera de los implantes cerebrales anticipados por la ciencia ficción-. En su lanzamiento de Meta -el kitsch de lo digital-, Zuckerberg nos exhibía nuevos y mejorados avatares con los cuales conquistar esa nueva frontera: no deja de sorprender cómo su idea del American way of life digital remeda la retórica de los anuncios de lavadoras o aspiradoras de los años cincuenta y sesenta.

Con todas sus concesiones al cine de acción ciberpunk, la última Matrix refleja mejor el mismo anhelo: una sociedad virtual adocenada y apacible, de la que casi nadie escapa, y un mundo real dominado no tanto por una maléfica inteligencia artificial como por un puñado de empresarios sin escrúpulos decididos a exprimirnos al máximo como si en efecto fuéramos criados en granjas artificiales con el único fin de extraernos información. Si de por sí vivimos en el capitalismo de vigilancia descrito por Shoshana Zuboff, el metaverso se vislumbra como su culminación: la jaula digital en donde nos introducimos libremente con la única promesa de ser alimentados a diario.

Esta semana las acciones de Meta se derrumbaron, arrastrando a la bolsa de valores de Nueva York: un primer tropiezo derivado apenas de las nuevas condiciones de privacidad de Apple que dificultarán la recogida de datos que necesita Meta -es decir, de Facebook, Instagram o WhatsApp- a partir de sus dispositivos. La caída desnuda, de nuevo, la ambición estaliniana de Zuckerberg: lo único que le interesa, en el fondo, es convertir a la humanidad entera en una domesticada y satisfecha fuerza de trabajo a su servicio.

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