Decía el presidente hace un par de días que consideró convocar un constituyente para darle a la “Transformación”, una ley que estuviera a su altura. La que heredamos no le parece digna de este momento estelar. Por haber sido manoseada por los neoliberales, pensaba enterrarla para que la nueva carta fuera también su hechura. Finalmente desechó la idea, pero en el aniversario de la ley del 17 nos ayudó a entender con mayor claridad su idea de la Constitución.
La constitución es, para él, un artefacto de señalizaciones. Un texto que, en cada momento histórico declara lo que el poder desea. Y como vivimos el cuarto nacimiento de la patria, es necesario, a su juicio, tener un acta que capture su voluntad. Por eso se soñaba escribiendo desde el primer artículo para proclamar con toda solemnidad los propósitos del nuevo régimen. Es muy claro que en la Constitución, el presidente no encuentra una ley y por eso no reconoce el cambio de las últimas décadas cuando la Suprema Corte empezó a ejercer un verdadero poder arbitral. Como le niega verdad a la transición, ignora el importantísimo cambio constitucional que vivimos desde fines del siglo pasado. La Constitución despertó con el pluralismo y se empezó a leer como lo que debe ser: una ley. Pero eso no es siquiera notado.
El presidente no busca una mejor ley, sino un telón nuevo. Es lo que puede verse de las reformas que presume. En la ceremonia reciente se volvió a celebrar que se haya ampliado el catálogo de delitos considerados graves. Le parece que esa medida demuestra su compromiso de lucha contra la inseguridad y, en particular, contra la corrupción. Lo que le importa al presidente la palabra “grave” porque denota un severo reproche moral. Nada hay que sugiera que esa calificación permita combatir más eficazmente la legalidad. Se trata simplemente de una categoría procesal que, en casos extraordinarios, pone en suspenso un derecho tan elemental como el conservar la libertad hasta que un tribunal encuentra culpabilidad. Lejos de ser instrumento de eficacia, el cambio constitucional es una pose de compromiso. Si tendrá algún efecto será multiplicar los presos sin condena. Pura demagogia, pues.
Uno de los cambios más nocivos de los hechos recientemente a la constitución es la revocación de mandato. No es extraño que la institución sea infrecuente en los regímenes presidenciales de América Latina. Al adoptar el mecanismo revocatorio, México sigue los pasos de Venezuela, Bolivia y Ecuador. La revocación de mandato es una incrustación perniciosa que habría que analizar más allá de lo que suceda en abril. Pensada como el espejo institucional de Narciso, la revocación servirá seguramente a su propósito: el presidente declarará que es el hombre más amado en esta tierra. Millones y millones de pesos dilapidados en la pregunta del supremo: Espejito, espejito, ¿quién es el hombre más querido en esta tierra?
Pero la institución quedará después de que se haya servido el capricho. ¿Nos ayudará ese espejo de la vanidad de un hombre a tener un régimen más democrático? ¿Oxigenará la política, se acercará el gobierno a nosotros, fortalecerá su sentido de responsabilidad, ayudará a construir una administración más competente?
Quiero imaginar el impacto de este mecanismo después del 24. ¿Qué significaría aún dentro del escenario de un segundo gobierno morenista? ¿Podríamos contar con un gobierno en condiciones de gobernar, un gobierno medianamente estable que pudiera dialogar con las oposiciones de las que quizá dependa? La revocación no refresca la legitimidad. Podría deshacerse de un presidente impopular, pero no da origen a una presidencia con respaldo social y legislativo. Interrumpe el sexenio, no produce un mandato firme de reemplazo.
Pero el capricho demagógico no es solo la baba de la mañana sino letra suprema. Sin darnos un gobierno más legítimo, la revocación hará aún más difícil la tarea de gobierno. ¿Por qué será que no se percibe urgencia para impulsar la revocación de mandato en la capital del país? Legislando para complacer al caudillo, los morenistas no han considerado siquiera su propio interés en el mediano plazo. Ese es el horizonte del personalismo: después de mí, el diluvio.