Nuestro relato comienza el 19 de mayo de 1895, cuando tres disparos del Ejército español atraviesan el cuerpo del poeta trastocado en soldado José Martí, y concluye el 25 de noviembre de 2016, en La Habana, cuando Raúl Castro anuncia que su hermano Fidel, el guerrillero convertido en líder vitalicio, acaba de morir. Un siglo de 121 años que nace y muere en Cuba: con la inmolación del intelectual que abrió el camino a la unión entre arte y política que habría de sellar a fuego la historia contemporánea de América Latina y con la exasperante extinción de quien encarnó como pocos esa utopía encaminada hacia el fracaso.
En Delirio americano (2022), el ensayista colombiano Carlos Granés se atreve a una epopeya que, en su ambición, emula a las grandes novelas del Boom: una historia cultural y política del siglo XX latinoamericano centrada en las apasionantes, tortuosas, incómodas relaciones que los escritores y artistas de la región tuvieron no solo con el poder, sino con su construcción imaginaria. Si Edmundo O’Gorman habló de la invención de América para referirse a su incorporación a Occidente, Granés detalla, con la minuciosidad de un escritor realista, las distintas maneras como el continente ha sido reimaginado hacia adentro y hacia afuera en el vasto arco que se tiende entre los muralistas mexicanos y Doris Salcedo o entre Borges y Mariana Enríquez.
Como toda saga, la de América Latina está llena de historias trágicas y el tono empleado por Granés se halla tañido por una suerte de pesimismo melancólico: es la mirada de quien observa el álbum de familia y distingue los destinos torcidos de sus antecesores. No es casual que titule su relato como delirio: nuestra estirpe, parecería decirnos, está marcada por la insania de estos hombres y mujeres brillantísimos que, contaminados por el virus de la política -y, en particular, de la revolución en sus múltiples encarnaciones-, acabaron consumidos después tras engendrar nuevos monstruos.
Una y otra vez, en su perspectiva, los artistas e intelectuales de la zona cometen los mismos errores y se precipitan en los mismos abismos, por más que cambien las ideas de moda: de un modo u otro, sucumben al espejismo de que sus obras -y, peor aún, su acción- transformará a sus respectivos países, si no a todo el subcontinente, en un lugar mejor. En nombre de este anhelo quijotesco, están dispuestos a cualquier cosa, incluida la complicidad con toda suerte de profetas y asesinos.
Arrinconados en estas tierras que pertenecen y no a Occidente, fruto de una violencia y desigualdad imperecederas, los intelectuales y artistas latinoamericanos no han dejado de buscar una identidad propia, distinta de la europea, sin darse cuenta de que al hacerlo -como entrevió lúcidamente Jorge Cuesta- no podían dejar de convertirse en manidos productos de exportación. Sea a través de los feroces nacionalismos de principios del siglo XX, de los sueños revolucionarios y guerrilleros de su mitad o de los renovados anhelos populistas e identitarios de su final -y de estos albores del XXI-, sus heroicas y tristes historias casi siempre terminan en farsas: espejismos que eluden la construcción de democracias liberales sólidas, la única meta realista que, a ojos de Granés, habría valido la pena después de tanta demencia.
Como todas las familias, en esta no deja de haber primos excéntricos y geniales, tías y abuelas modélicas, pero -más al estilo de García Márquez que de Vargas Llosa-, la derrota parece incrustada en nuestros genes: iniciamos el siglo XX como víctimas de los imperios español, británico y estadounidense y lo terminamos, en su relato, explotando al máximo nuestra condición de víctimas. No estoy seguro de que la abigarrada novela de América Latina solo pueda leerse de este modo -en la parte final se echa en falta una crítica más puntual a las élites que, pese a todos los vaivenes, no han dejado de apuntalar sus privilegios seculares-, pero no hay duda de que Delirio americano es una contribución indispensable a la evaluación de nuestra permanente locura y de nuestra efímera sensatez.