Hace unas semanas leí un relato de Juan Villoro, sobre un grupo de amigos que se reunían periódicamente en distintas casas de ellos donde platicaban y convivían abordando diversos temas políticos, literarios, filosóficos y disfrutaban de suculentas cenas; y tomó de pretexto o hilo conductor las riquísimas alcachofas que les brindaba un amigo insinuando que él las cocinaba, hasta que un día les confesó que las encargaba a un restaurancito cercano a su domicilio.

Esta lectura me transportó a recuerdos de una época en los años 1972, 1973 y 1974, cuando estudiaba la carrera de Derecho y a la vez laboraba en la entonces Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.

Con identidad y armonía generacional formamos un grupo de siete u ocho compañeros de trabajo quienes coincidimos en la Delegación Álvaro Obregón, en las Agencias del Ministerio Público, tanto en las de Turno de 24 por 48 horas, como en las Mesas de Trámite; y espontáneamente nos empezábamos a reunir los días jueves o viernes en la casa del licenciado Ramón Rivas Aguilar quien era Jefe de una Mesa de Trámite, quizás por su cercanía, pues estaba allí en San Ángel, en la zona antigua cercana al Mercado del Carmen, con sus calles empedradas, sus casas de arquitectura pre moderna o postcolonial, con fachadas de cantera y colores marrón, ocre, rojo quemado o amarillo-naranja, muros de piedra. 

Ahí semana tras semana, cual si fuera nuestro Maestro Yoda, el licenciado Ramón Rivas desplegaba su caudal de cultura, sus pláticas de superación personal, de valores como la honestidad, lealtad, sinceridad, solidaridad, la pulcritud, el orden, disciplina, constancia, y aprendiendo a conocerlo y conocernos; encuentros aderezados con sabrosas pláticas y anécdotas, con una cena normalmente que ya él encargaba, sencilla y frugal, pero variada; a veces se detenía en la música que nos brindaba con su respectiva explicación; nos llevaba a lo clásico y lo moderno o de actualidad; sin que fuera tarea, nos sugería qué leer durante la semana o hasta el siguiente encuentro.

Así recorrimos primeramente la literatura latinoamericana, en ese entonces, el famoso boom encabezado sin duda alguna por Gabriel García Márquez y “Cien años de soledad”, pero nos explicó que en realidad podría decirse que los iniciadores fueron Octavio Paz y Juan Rulfo, obvio sin descartar a Jorge Luis Borges; después vimos a los demás, como a Alejo Carpentier, Cortázar, Vargas Llosa, pero en quien repetíamos y volvíamos a comentar, analizar, a leer y releer, fue a Carlos Fuentes, hasta llegar a admirarlo y erigirlo nuestro favorito, quizá por su entonces contemporaneidad o su cercanía; desde entonces con esa inoculación seguí su obra hasta su muerte.

Explorábamos y dejaba en nuestra mente Ramón, los autores y temas más relevantes; repasamos la literatura española, la inglesa, la francesa, la italiana, las etapas diferentes de la evolución filosófica.

Otra parte de esos buenos hábitos que adquirimos en esas tertulias fue el tema del cine de todo tipo, no exclusivamente del cine culto o del llamado “de arte”, sino que Ramón nos platicaba en general del cine y brincábamos desde un buen musical, al prototipo de filmes de vaqueros, o de temas de guerra, de thrillers, románticas, de espionaje, épicas, históricas, futuristas; y nos invitó por primera vez a acudir a todo un ciclo de la Muestra Internacional Anual de Cine, a la cual cada quien posteriormente asistíamos año con año; primero al Cine Internacional  (leer artículo de mi autoría “Manhattan, una visión futurista”, Periódico A.M. 17/01/21) y después en la Cineteca Nacional.

Una noche, Ramón nos dijo tener una sorpresa para nosotros, de tal manera que Minerva, una estudiante de Relaciones Internacionales, pero mecanógrafa en la Procuraduría, Raúl, Arturo y yo, estudiantes de Derecho y Secretarios del Ministerio Público, la licenciada Lolita Tavizón, Agente del Ministerio Público y Josefina, secretaria del Jefe Delegacional, esperábamos con ansias conocer esta sorpresa que nos había preparado.

Ya todos bien acomodados, con nuestra bebida favorita en mano, vimos cómo se dirigió a su Fisher estereofónico y con un álbum de dos discos en la mano, sacó uno y lo puso, mientras iniciaba a tocar, tomó asiento. Luego adoptó una postura como de narrador y se empezaron a escuchar unos concheros o danzantes en las grandes bocinas de aquella sala con chimenea. Y nos dijo se trata del último álbum de la serie “Voz Viva de México” de la UNAM, con gran ánimo y entusiasmo nos iba explicando cada una de las piezas grabadas en las calles de México, en los templos, en los autobuses, en restaurantes, en salones de baile, en Garibaldi, y cerraba con música urbana de Chava Flores, las canciones de El Metro y del Paseo de la Reforma. Se esmeraba porque apreciáramos esa joya cultural y nos advertía que la edición fue limitada y se agotó tan pronto salió a la venta en 1973; incluía un folleto explicativo muy extenso a cargo de investigadores sociales el cual casi memorizó por completo para platicárnoslo.

Desde que en esa etapa deje de laborar en la Procuraduría del Distrito Federal en 1974, ya no volví a ver ni a saber de Ramón Rivas; ni cuando retorné en 1982. Actualmente de aquel grupo sólo mantenemos contacto frecuente Raúl Melgoza y Arturo Alcántara Cruz.

Años después, ya en 1978, ingresé a laborar al Instituto Nacional Indigenista, donde conocí personajes muy importantes, como a Rodolfo Sánchez Alvarado a quien contratamos para formar el Archivo Etnológico Musical en 1978, y al platicar con él resultó ser el Ingeniero de Sonido de Radio UNAM quien tuvo a su cargo la grabación de la Serie “Voz Viva de México”; le pregunté sobre aquel álbum tan exitoso y codiciado de música de la Ciudad de México, que apreciaba tanto Ramón Rivas, sin más me invitó a cenar en su casa por San Pedro de los Pinos, y allí me mostró su fonoteca, sacó el álbum comentado, me lo dedicó y me lo obsequió; aún lo conservo, por si algún grupo de amigos nos organizamos para escucharlo.

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