VIII domingo del tiempo ordinario
Parece ser que las cuentas hasta ahora no resultan del todo favorables. Como humanidad llevamos cargando dos derrotas dolorosas, que van de la mano y que nos marcan de modo drástico: la muerte moral (el pecado) y la muerte biológica. Dice San Pablo: “El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15). De aquí brota el desmoronamiento de nuestra naturaleza y todas las complicaciones sociales, que hoy tienen profundas y diversas expresiones.
El pecado, que significa la muerte moral, nos lleva a equivocarnos y a ser víctimas de nuestras propias equivocaciones. Pero, además, el pecado, que anestesia el interior del ser humano, nos impide dar lo mejor de nosotros y vivir con alegría. Por otra parte, sea debido al rechazo a las visiones teñidas de escrúpulos religiosos o debido a un sentido laxo de la vida, la cultura actual minimiza el pecado, para muchos nada es pecado. Pero, en realidad, el pecado encierra una responsabilidad muy profunda y delicada respecto a nuestra propia existencia y respecto al mundo.
Debemos ser realistas: la delincuencia, las injusticias, el hambre, los niños de la calle, el poco esfuerzo para estar con los ancianos, la violencia intrafamiliar y los demás hechos que provocan dolor, traición, miedo y desilusión, hasta el extremo de la guerra, como se está viviendo en Ucrania por la invasión de Rusia, son, precisamente, expresiones contundentes del corazón enfermo, marcado por el pecado.
El desorden interior, que provocan los sentimientos y las mentalidades equivocadas, termina alimentando “la mutua desconfianza y la hostilidad, los conflictos y las desgracias, de los que el hombre es a la vez causa y víctima” (G. S. 8). A eso se refiere san Pablo con: “El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15).
Ante esta realidad tan cruda, ¿todo está perdido? Obviamente que no. No fuimos hechos para la muerte. Pero necesitamos atrevernos a echar mano de las herramientas más altas. Después de Dios, hagamos valer nuestro propio ser. Somos personas, a imagen y semejanza de Dios, con enormes capacidades. Las buenas decisiones, por pequeñas que sean, van reconfigurando al ser humano. Dice el libro del Sirácide: “El fruto muestra cómo ha sido el cultivo de un árbol; la palabra muestra la mentalidad del hombre. Nunca alabes a nadie antes de que hable, porque esa es la prueba del hombre” (27, 5-8). Pues que nuestro pensar, hablar y actuar nos coloquen en la altura que realmente somos, en lo que queremos y en lo que deseamos que el mundo sea.
O como dice Jesús: “No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos” (Lc. 6, 39-45). Pero resulta que Dios a todos nos hizo árboles buenos. Siendo así, ¿por qué esconder la capacidad infinita de bondad que Dios sembró en nosotros?
La cuaresma, que está por iniciar, es, precisamente, nuestra oportunidad para reafirmar nuestra vocación hacia el bien. Por eso, el Papa Francisco nos recuerda la exhortación de San Pablo: “No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos” (Ga. 6, 9-10).
El pecado nos ciega, nos debilita, pero no todo está perdido: demos gracias a Dios, “que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo” (1 cor. 15). Jesús es la victoria absoluta y definitiva sobre las dos vertientes de la muerte, la moral y la biológica. Y quiere que por Él también nosotros seamos victoriosos. Por eso es Señor de los vivos y de los muertos.
Los signos del pecado y de la muerte son intensos, pero, entre todos, podemos hacer crecer la cultura de la bondad.