IV domingo de cuaresma

“Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me toca. Y él les repartió los bienes”. Así abre Jesús la llamada parábola del hijo pródigo. En ella se nos presenta una enorme riqueza que podemos abordar bajo diversos aspectos, por ejemplo, las consecuencias del pecado, representadas en la vida disoluta del hijo menor, como en la dureza del corazón del hijo mayor. Es digno, desde luego, de resaltar el amor profundo del Padre que nunca deja de esperar a su hijo y que al reencontrarlo lo dignifica. Pero hay algo que vale la pena tomar en cuenta de esta parábola: la tragedia del pecado siempre implica huir del hogar.

La tragedia de tantos en la vida ha consistido, precisamente, en huir una y otra vez del hogar, recorriendo lugares lejanos en busca de amor; pero al final se sienten solos, incomprendidos y con el corazón débil. El hogar es el centro de existencia de toda persona, de ahí se parte y a él siempre se regresa; en él se entrecruzan, enfrentan y toman significado el nacimiento, el trabajo, la convivencia, las dificultades, los logros e, incluso, la muerte. En el hogar se aprenden las lecciones fundamentales de vida y se nutre el corazón a través del amor. Por eso, romper con el hogar es la tragedia más difícil que puede enfrentar una persona. Y eso fue lo que sucedió, precisamente, con el hijo menor en la parábola: huyó de su hogar. Ese hijo elije una vida disoluta, esa vida que cansa y que mata, una vida donde no es hijo, donde la dignidad se pierde al grado que envidia la vida de los cerdos.

Pero el hijo mayor de la parábola nos muestra otra fuga, otra expresión del pecado: este se encierra en sí mismo. Se enoja por el regreso de su hermano, sustentando un derecho y una relación en el hecho de nunca haber desobedecido una sola regla: “hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos” (Lc. 15, 29). La vida implica reglas, pero su esencia y sentido no está en las reglas, sino en una sabiduría que Dios nos ha mostrado a través de su misericordia.

El hijo prodigo eligió huir del hogar, optando por una vida disoluta, su pecado es escandaloso. El hijo mayor, actúa de modo discreto, pero su soberbia le impide entender lo más sublime: el corazón misericordioso de su padre. Físicamente siguió en el hogar, pero emocional e interiormente no era parte del hogar.

No olvidemos que a esta parábola le antecede el hecho de que los escribas y fariseos se escandalizan porque Jesús come con publicanos y pecadores (cfr. Lc. 15, 1). La incomprensión hacia Jesús deriva precisamente por el modo de entender la fe. De plantear la relación con Dios y, desde Dios, la relación con los demás.

Por eso, el hijo mayor nos permite ubicar al creyente que cree hacer méritos para ganarse lo más grande, olvidando que la gracia y la salvación son gratuidad, son consecuencia de la misericordia infinita de Dios. Más aún, la fe sin misericordia se queda en nada. “La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia& nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia” (Francisco, M. V. n. 10). “La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo” (Francisco, M. V. 12).

El pecado nos aleja del hogar. Y ¡qué dura es la vida fuera del hogar! Pero la parábola nos recuerda que siempre es posible un regreso y que Cristo ya diseñó el camino para dicho regreso. Aquel hijo entró en sí, recordó que tenía un padre y dijo: “Me levantaré y volveré a mi Padre”.

¡Señor, qué tragedia! Buscarte y buscarte por los lugares y situaciones más inciertas, mientras que tú intentas hablarme con la dulzura y la suavidad del amor, desde lo más profundo de mi ser. Señor, hazme regresar a ti. Soy pecador, pero tú eres mi Padre, no te merezco, pero te necesito. Sin ti, me confundo y soy débil, contigo soy fuerte y mi vida toma sentido.

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