“”¿De qué quiere usted la imagen?”, preguntó el imaginero. “Tenemos santos de pino, hay imágenes de yeso, mire este Cristo yacente, madera de puro cedro, depende de quién la encarga, una familia o un templo, o si el único objetivo es ponerla en un museo”. 

“Déjeme, pues, que le explique lo que de verdad deseo. Yo necesito una imagen de Jesús, el Galileo, que refleje su fracaso intentando un mundo nuevo, que conmueva las conciencias y cambie los pensamientos, yo no la quiero encerrada en iglesias ni conventos. Ni en casa de una familia, para presidir sus rezos, no es para llevarla en andas cargada por costaleros, yo quiero una imagen viva de un Jesús Hombre sufriendo, que ilumine a quien la mire el corazón y el cerebro. Que den ganas de bajarlo de su cruz y del tormento, y quien contemple esa imagen no quede mirando un muerto, ni que con ojos de artista solo contemple un objeto, ante el que exclame admirado ¡Qué torturado más bello!”. 

“Perdóneme si le digo”, responde el imaginero, “que aquí no hallará seguro, la imagen del Nazareno. Vaya a buscarla en las calles, entre la gente sin techo, en los hospicios y hospitales, donde haya gente muriendo, en los centros de acogida en que abandonan a viejos, en el pueblo marginado, entre los niños hambrientos, en mujeres maltratadas, en personas sin empleo. Pero la imagen de Cristo, no la busque en los museos, no la busque en las estatuas, en los altares y templos. Ni siga en las procesiones, los pasos del Nazareno, no la busque de madera, de bronce, de piedra o yeso ¡Mejor busque entre los pobres su imagen de carne y hueso!””. 

Esta hermosa poesía de la ganadora del Premio Nobel de Literatura 1945, Gabriela Mistral, viene a recordarnos el sentido de la Pasión de Jesucristo. Estos días que se han convertido en mera vacación de esparcimiento y diversión, nos distraen de la verdadera conmemoración de la muerte y resurrección de Jesús. En su paso como hombre por la tierra en la que padeció humillaciones, traiciones, latigazos, golpes hasta terminar crucificado, Cristo nos enseñó un modo de vida en el que debe prevalecer el amor. La frase: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”, ha sido la máxima para abrir el corazón y solidarse con el prójimo. Tal como lo indica Mistral en su poema, hay que buscar a Cristo en el rostro de los pobres que están en las esquinas pidiendo una limosna para poder comer, en los enfermos que sufren, en los ancianos olvidados, en las mujeres que padecen maltrato, en los migrantes que buscan oportunidades de una vida mejor, y también en amigos y familiares que requieren de algún apoyo o simplemente de un poco de compañía. Son tantas las veces que permanecemos distantes, indiferentes e insensibles al dolor de nuestros semejantes que no nos damos cuenta de su sufrimiento. El mensaje es amar. 

 

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