Ha sido el robo perfecto: de un día para otro -aunque no sepamos cuándo- lo que antes había ya no está. Un virtuoso acto de prestidigitación nos ha dejado en el aire, sin suelo firme donde descansar. Hasta hacía poco, creíamos habitar un mismo país, al que sin demasiados reparos llamábamos México: hoy, ese territorio que, más allá de nuestros vaivenes históricos, nuestras guerras intestinas y nuestros inmensos desacuerdos, reconocíamos como nuestra patria desde el siglo XIX se nos ha esfumado entre los dedos.

Sin duda antes existían visiones ferozmente encontradas del México que ansiaba cada quien: como en otros lugares, siempre hubo bandos enfrentados -realistas e insurgentes, liberales y conservadores (los auténticos), juaristas y porfiristas o la miríada de facciones revolucionarias que se disputaron el poder a principios del siglo XX-, pero nunca se atrevieron a negar ciertos hechos básicos, ciertas nociones comunes. En los albores del siglo XXI, esos presupuestos mínimos se han desvanecido: cuando todo se vuelve líquido e inconstante -no extraña que el término que nos define sea virtual- no queda un solo punto de acuerdo, nada a lo que asirnos.

Un país es siempre una ficción: un abigarrado conjunto de memorias, anhelos, ideas, desafíos, rencores, esperanzas. Lo que ocurre ahora es que, en vez de batirse por fijar sus características, cada bando prefiere inventarse la suya, quedarse con un México para consumo exclusivo de sus adeptos. Al hacerlo, han dinamitado aquello que nos hermanaba para quedarse solo con su pobre verdad: quienes no la comparten quedan fuera, expulsados de su propia patria. Este maniqueísmo -un grado extremo de la polarización- nos convierte en exiliados en nuestro propio hogar: los del otro lado sin falta nos consideran parias o enemigos.

Que lo mismo ocurra en otras partes no debería servirnos de consuelo: esta separación extrema, esta colisión de dos ficciones irreconciliables sobre México que aniquila a México, será muy difícil de revertir. Hasta hace poco no existía entre nosotros este perverso dualismo: pese a su inmensa corrupción y autoritarismo el PRI nos había enseñado a dirimir nuestras disputas a sangre y fuego adentro del sistema, en cambio ahora estamos obligados a escoger qué realidad habitar. Cada fuerza tensa la liga al extremo: o conmigo o contra mí. Querer permanecer a la mitad o al menos señalar los vicios y contradicciones de cada lado -ser tibio, en términos bíblicos- suena a aberración: los extremos aborrecen a los mediadores.

Que el Presidente sea el primer responsable de la lamentable destrucción de México en aras de su pequeño México -cada mañana no hace otra cosa que descalificar moralmente a cualquiera que no piense como él- no elimina la responsabilidad de sus adversarios en seguirle el juego e incluso exacerbarlo. Nadie en sus cabales querría vivir en un lugar donde solo se puede ser 4T o anti-4T: por desgracia, la locura se ha tornado colectiva. Ya no se trata de que la ideología domine el debate, sino de que esta crea dos realidades antitéticas.

Dos ejemplos: el nuevo aeropuerto o la consulta de revocación de mandato. Oyendo a cada bando, deberíamos concluir que el AIFA no existe: existen dos aeropuertos imaginarios, la magna obra del Presidente que conmueve hasta las lágrimas o la central camionera donde no sirven ni los baños. Cada quien tiene el aeropuerto que se obliga a ver. Lo mismo los 15 millones que votaron contra la revocación: una victoria o una derrota absolutas, sin contexto y sin matices. Dos Méxicos imposibles.

Unos cuantos intentamos eludir la trampa: demasiado incómodos, tirios y troyanos se empeñan en tornarnos invisibles. Como escribió Borges en “Los conjurados”, uno de sus últimos poemas: “Han tomado la extraña resolución de ser razonables. Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”. Aun así, creo que en este espacio incómodo, casi invisible, es donde mejor puede lucharse para que esa hermosa ficción que llamábamos México -e imaginábamos como una misma patria para todos- logre algún día revivir.

@jvolpi

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