La pedagogía de estos días ha sido clara y contundente: durante cuarenta días, de la mano de Dios, la oración, la penitencia y las obras de caridad nos permitieron reconsiderar nuestra vida, evaluando lo que no nos hace bien y las oportunidades que tenemos para crecer como seres humanos y como cristianos. Ese proceso nos preparó para llegar al viernes santo, donde Dios, de manera profética, a través de Isaías, nos recordó que Cristo vino para cargar con todos nuestros crímenes.
Efectivamente, Jesús se dispuso, una vez más, para llevar a la Cruz todo lo que no nos sirve. De hecho, la eficacia de la Cruz se vuelve concreta para cada uno, en la medida en que nos atrevemos a poner nuestra miseria frente a la grandeza de la misericordia divina. No se trata de algo genérico, sino real y personal. Saber presentar, en concreto mis sentimientos, equivocaciones, mentalidades, acciones u omisiones que me limitan y dañan a los demás.
Ojalá que, de verdad, el viernes le hayamos pedido a Cristo que redima todo aquello que, a la luz de su palabra, hemos evaluado que no va bien; y que el sábado le hayamos pedido que deje en el sepulcro todo cuanto nos deshumaniza.
Pero ahora no caigamos en la tentación de las mujeres, como dice el evangelio, buscar a Cristo entre los muertos. ¡No lo busquemos más en el sepulcro! Si regresamos al sepulcro, corremos el riesgo de seguir desenterrando lo que en otro momento nos ha hecho daño.
Descubramos a Cristo, que está vivo, y permitamos que camine con nosotros. Si Él no camina con nosotros, nos seguiremos buscando más a nosotros por encima de Dios y del bien al prójimo. Seguiremos regresando al sepulcro. Por eso el Evangelio es claro y contundente: No busquen entre los muertos al que ha resucitado. Para qué voltear al sepulcro, donde Cristo depositó nuestras miserias.
Los apóstoles también vivían la violencia de la persecución, también sufrían el rechazo por ser diferentes, también tenían la tentación de buscarse a sí mismos. Pero la fuerza de Cristo resucitado les dio el coraje de emprender una vida totalmente nueva. La Resurrección no se puede quedar en el rito del fuego nuevo ni en una celebración solemne ni siquiera en la dicha de comulgar. La Resurrección significa la dicha de un corazón dispuesto a hacer tangibles, a hacer palpables los signos de la vida y compartir esos signos con aquellos que viven con poca esperanza.
La fe en la resurrección significa estar convencidos de que la vida puede más que la muerte. Es permitir que el corazón pueda latir con intensidad al constatar que Cristo está vivo y camina con nosotros.
No regresemos al sepulcro, mejor, como los apóstoles y las mujeres, llevemos esperanza a aquellos que creen que ya no hay nada por hacer. Venzamos el miedo. Que los signos de la muerte, que ahora nos rodean con intensidad, no nos paralicen. Que las cobardías y la tentación de conformarnos con las cosas como están no nos venzan. En esos sentimientos, no está Cristo. Por eso dice el ángel: no está aquí, ha resucitado.
No compliquemos la vida, permitamos que Cristo haga el camino con nosotros.
Felices pascuas de resurrección.