En la “Mañanera” posterior a la aplastante derrota legislativa de la contrarreforma eléctrica, AMLO dijo que hay “dos proyectos distintos y contrapuestos de nación”. Tiene razón.

En el de él, sólo el Estado rige toda actividad económica. Ha dicho que éste puede hacer mejor cualquier cosa que hagan las empresas. La evidencia lo contradice. Darles el manejo de complejas empresas productivas a burócratas sin experiencia ejecutiva -que privilegiarán objetivos políticos- imposibilita tomar decisiones sensatas de largo plazo. Basta ver las monumentales pérdidas de Pemex y CFE, su flagrante corrupción, colosal deuda y asfixiante pasivo laboral; la falta de inversión, el atraso, los nulos incentivos a talento, mérito, innovación, productividad y eficiencia. Al Presidente sólo le importa afirmar que son “del Estado”, aunque eso nos empobrezca. No nos comparten dividendos o patrimonios crecientes, al contrario, nos exigen subsidios enormes y en ascenso. Cada día son un lastre más pesado. Su ineficiencia les resta competitividad a empresas privadas, nos hace indeseable destino de inversión y les roba oportunidades de empleo a millones de mexicanos; quita opciones de recaudación que un gobierno lúcido redistribuiría.

Sí hay otro proyecto de nación, uno en el que nos sabemos capaces de competir con el mundo, en el que creemos en un Estado socio y no enemigo de las empresas, uno que entiende que la prosperidad de éstas genera riqueza, empleos y recursos fiscales para construir escuelas, hospitales y carreteras; para proveer seguridad y abatir pobreza; un Estado que fomenta investigación científica y tecnología. Algunos creemos en el talento y potencial de mujeres y hombres mexicanos, estando conscientes del abismo entre las oportunidades al alcance de jóvenes de diferentes estratos sociales. Buscamos emparejar el punto de partida, pero no el de llegada.

Algunos creemos que las etiquetas estorban y que quien no esté de acuerdo con nosotros no es “traidor”, no se vendió, ni tiene intereses mezquinos; simplemente tiene otra perspectiva y merece tener voz. Creemos en ser pragmáticos, en soluciones efectivas, sin desecharlas por ser de izquierda, derecha, conservadoras o liberales; funcionan o no. Creemos que la unidad nos fortalece a todos; preferimos encontrar propósitos comunes, en vez de polarizar y atizar odios añejos. Sólo cobardes y tiranos clavan cuñas en grietas existentes para fortalecerse ellos. Algunos creemos posible rescatar de garras criminales un México que es nuestro, no de ellos.

Para AMLO, la democracia representativa estorba y por eso necea con una “participativa”. Le ofende un árbitro electoral independiente. Prefiere simular y la farsa de consultas a mano alzada que validen sus decisiones, por ignorantes, erradas o destructivas que sean. No cree en expertos porque los envidia.

AMLO confirmó por qué odia la división de poderes. Legislativo y Judicial entorpecen sus caprichos. La misma Suprema Corte que por unanimidad condenó la arbitrariedad de su fiscal, falló que su arcaica contrarreforma era inconstitucional; 7 de 11 ministros resistieron amenazas terribles y jugosas recompensas, tuvieron el coraje para defender la Constitución que juraron “guardar y hacer guardar”, hasta un par de ministros nombrados por él osaron hacer su chamba. Pusieron el interés de los mexicanos sobre el suyo. ¡Si tan sólo el ministro presidente tuviera integridad y agallas! El domingo, los diputados de oposición hicieron lo propio, rechazando una contrarreforma obtusa que nos echaría atrás décadas y condenaría a un atraso perenne. 

Se equivocaron quienes decían que no hay oposición. Está vivita y coleando, igual que el INE que resiste el embate del tirano. Falta mucho, pero ya empezamos a recuperar nuestro país. Reconozcamos lo que logró la oposición, exijámosle que siga unida.

Tiene razón AMLO. Nuestro proyecto de nación se contrapone al suyo. Él vive rehén del pasado y de un nacionalismo de historieta, nosotros anhelamos un futuro de prosperidad y progreso. Él nos quiere temerosos, sumisos y agachados. No vamos a estarlo.

 

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