¿Un bluff? ¿Sacrificar una torre o un alfil -o ambas piezas- en una estrategia a largo plazo que nadie más alcanza a vislumbrar? ¿Un pulso con el fin de exhibir la debilidad o terquedad del adversario? ¿Un señuelo para distraer al enemigo -o al país en su conjunto- y obligarlo a mirar hacia otro lado? ¿Una prueba de esa astucia sibilina que le permitió llegar al poder y a la larga lo llevará a jugar su mejor partida? ¿O una simple y llana insensatez?
Si durante la primera mitad de su gobierno López Obrador insertó en su plan de juego a todo el país -y puso a la oposición contra las cuerdas-, demostrando en el camino tanto su talento para salirse con la suya como su impermeabilidad a la crítica, los inicios de esta segunda parte resultan cuando menos desconcertantes incluso para los miembros de su escuadra. Durante tres años dilapidó una parte nada desdeñable de su capital político, obsesionado con sus incómodos proyectos de infraestructura, su insólita alianza con los militares, el adelgazamiento del Estado y la ríspida descalificación de sus rivales, pero aun así conservaba -más bien: conserva- una popularidad muy alta y una capacidad de acción sin paralelo.
Aunque las elecciones intermedias sin duda hicieron mella en su hegemonía, impidiéndole realizar gambitos constitucionales, expandió su poder territorial en los estados -algo que volverá a ocurrir este año-, y, si bien la alianza opositora demostró cierta fuerza en lugares como la Ciudad de México, a la vez dejó claro que no cuenta con ninguna figura capaz de enfrentarse al equipo de la 4T. Todas las encuestas lo confirman: si nada cambia drásticamente y no hay una drástica escisión en su seno, el candidato -o la candidata- de Morena volverá a ganar.
A la mitad de la partida y pese a algunos sinsabores, AMLO apenas tendría que hacer otra cosa que conservar este sitio para encaminarse hacia un nuevo título. Y sin embargo, por razones difíciles de desentrañar, ha decidido lanzarse en una estrategia más arriesgada -e intempestiva- de consecuencias incalculables. Si bien ocupa sin complicaciones el centro del tablero, se le nota a la defensiva, demasiado irritado o distraído como para darse cuenta de su excelente posición, dispuesto a comprometerla sin que parezca dirigirse a una meta natural. En un aparente síntoma de hubris, en vez de atrincherarse llama a la radicalización.
De allí su furor por la revocación de mandato: una prueba de fuerza -y de ego- conseguida, digamos, in extremis, luego de presionar al máximo a sus subordinados y de arrinconar al INE, una institución que siempre le ha irritado. Tras esta victoria más o menos pírrica, se empeña ahora en una táctica que a cualquiera le sonaría irracional: el envío de tres iniciativas de reformas constitucionales, las tres igual de cuestionadas, como si no supiera que no cuenta con los votos suficientes para su aprobación. La eléctrica, acaso la que podría haber contado con mayor apoyo popular, sucumbió estrepitosamente, como era de esperarse. Hay quien alega que el verdadero objetivo era exhibir la connivencia de la oposición con el capital extranjero, pero no queda muy claro si acusar a sus diputados de traición a la patria le garantizará más votos.
De lo que no queda duda es de que, tras este juicio sumario, estos de ninguna manera aprobarán su reforma política o su empeño por militarizar todavía más la Guardia Nacional. ¿Cuál es el sentido de enviar estas iniciativas que sabe muertas? Sus seguidores insisten en detectar una movida genial que a la postre les brindará enormes dividendos: un sacrificio de torre y alfil, en el medio juego, a cambio de un mate espectacular. Imposible descartarlo -AMLO ha validado en otras ocasiones su condición de gran maestro-, pero por ahora da la sensación, por primera vez en su dilatada carrera, de que ha perdido el contacto con la realidad. Esta sería la peor noticia para la 4T: si esta llegara a perder en 2024, será solo a causa de la soberbia y los errores, cada vez más estrepitosos, de su actual campeón.
@jvolpi