México ha sufrido un retroceso sin precedente este sexenio. No insinúo que antes “viviéramos en Suiza”, como se insiste en acusarnos. Pero antes había algunos logros que reconocer. Sí, había corrupción, excesos y autoritarismo, pero también aciertos, como las reformas -energética, telecomunicaciones, educativa- que, estando lejos de lo perfecto, eran pasos en la dirección correcta. Nuestra democracia también ha avanzado. Es hoy mucho más fuerte que antes, aunque había espacio para mejorarla.

Gradualmente, íbamos forjando órganos autónomos que crecían como contrapesos y que, acertadamente, separaban decisiones que exigen destreza técnica, de criterios puramente políticos. La tragedia de este gobierno es la disparidad entre su enorme capital político y su absoluta ineptitud para ejecutar un proyecto que, además, era paupérrimo de origen.

Pasamos de un mundo donde cabían los grises a otro que es maniqueo por diseño; al de los blancos y negros absolutos. Fuimos de la crítica realista y responsable a un credo de infalibilidad presidencial que es no sólo risible, sino peligroso. Conmigo o contra mí. Al cuestionar, traicionas. No cabe el debate constructivo para llegar a acuerdos escuchando a quien proviene de una perspectiva distinta; sólo se descalifica al opositor, se le insulta, se cuestiona la motivación de su atrevimiento. Estamos abonando terreno fértil para que la reacción a este extremismo sea otro igualmente nocivo, pero en sentido opuesto. Pasó en Brasil con Bolsonaro o en Hungría con Orban. En México ya vemos brotes de lo mismo. El fascismo se nutre del odio e intolerancia que hoy pululan.

En forma esperanzadora, el electorado estadounidense regresó del horror de la Presidencia de Trump a elegir a un político profesional y moderado. No fue fácil lograrlo, ni lo será mantener la sensatez. Es perdurable el daño que hace un gobierno extremista, que atiza la polarización para nutrirse. Lo es incluso en un país con más fortaleza institucional que el nuestro. Por ello es indispensable detener esta debacle, que en 2024 pongamos el gobierno en manos competentes, en quien convoque a los mejores, en quien al menos intente revertir la horrenda división que nos ahoga.

Y es desde ese objetivo que debemos analizar la reforma electoral que AMLO impulsa. Él sabe que ésta no será aprobada por el Legislativo, pues sería suicida para la oposición hacerlo. También entiende que hay elementos de ésta que son, a primera vista, atractivos. Para muchos es deseable darles menos recursos a los partidos o tener elecciones más baratas. Pocos entienden que el problema no es que el INE sea caro, sino que lo atiborramos de responsabilidades que lo son -emitir decenas de millones de la única identificación nacionalmente aceptada, entrenar a cientos de miles de funcionarios de casilla- y olvidan de dónde venimos. Costó sangre, literalmente, llegar a un sistema que fomenta alternancia y permite que el camino al poder tenga que pasar por las urnas. ¿Es perfecto? Una vez más, no, no lo es. Pero es años luz mejor que lo que había.

Si sabe que es improbable que la reforma electoral sea aprobada, ¿por qué la envía al Legislativo? Creo que la explicación de Luis Carlos Ugalde es acertada. Quiere poner a la gente en contra del INE. Eso le da pretexto para negarle los recursos que necesita para cumplir con las responsabilidades que la ley exige. Quizá presentará candidatos inaceptables para sustituir a los cuatro consejeros que dejan su puesto el próximo año, incluyendo a quien hoy lo preside, dejando funcionalmente acéfalo al instituto; y quiere sentar la base para rechazar el resultado de la elección de 2024, si éste no le favorece. Ante el deplorable desempeño de su gobierno, esa posibilidad debe quitarle el sueño.

México no aguanta otro sexenio de improvisación, polarización, destrucción, despilfarro y ocurrencias. La democracia no garantiza que los mejores lleguen al poder, pero sí da mecanismos para que los peores se vayan. Nos toca defender al INE y a nuestra democracia, porque el futuro de México depende de ello.

@jorgesuarezv

 

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