En estos tres años y medio, tomando como punto de referencia el inicio de las administraciones tanto estatal como federal, hemos sufrido miles de fallecimientos inesperados o inusitados en relación a la llamada normalidad que identificábamos en 2018.
Me refiero a los fallecimientos provocados por la epidemia de COVID desde que se detectó en el estado por allá del 15 de marzo de 2020 hasta hace unos 15 o 20 días en que ya no se reportó ningún deceso, pero que rebasaron la cifra de 15,000 muertes, aunado a las secuelas que dejó en muchos contagiados que lograron recuperarse y salvarse, pero que aún están con tratamiento médico.
Y luego a los sumados con la ola criminal que ha ido creciendo desde entonces con promedio de casi tres mil homicidios violentos anuales cuya cifra en casi cuatro años frisa los doce mil fallecimientos. Estaríamos hablando de aproximadamente ¡veintisiete mil! habitantes de Guanajuato menos, que afectan de manera profunda a los rubros económicos, sociales, políticas de salud, de seguridad, educativos y otros, pero aún más la moral ciudadana, el desánimo, la decepción e impotencia ante tamaña tragedia. 
La multiplicidad de las víctimas sorprende a quienes elaboran los cuadros estadísticos, pues aun cuando la tendencia arroja un número mayor del sexo masculino, dentro del sexo opuesto han aumentado considerablemente en estos años referidos, inclusive algunos hechos criminosos de este tipo han sido considerados feminicidios, prendiendo las alarmas en Guanajuato a grado de que algunas organizaciones hasta han solicitado en diversos momentos críticos la declaratoria de “Alerta de Género”, la cual afortunadamente no ha procedido, pero la violencia contra este sector social se ha incrementado.
Igualmente, han sido muertas, personas de diferentes edades, en su mayoría adultos, pero ya hay un gran número de menores; de diversos estratos sociales; de actividades u ocupaciones de todo tipo: empleados, obreros, taxistas, policías, comerciantes, personal de servicios, servidores públicos y hasta funcionarios de gobierno, políticos en funciones o retirados, candidatos a alguna elección para cargos municipales, restauranteros, enfermos por alcoholismo o drogadicción en áreas de tratamiento o recuperación, estudiantes, artistas, profesionistas en general y muchos otros con presunción de realizar actividades ilícitas o involucrados con grupos criminales.
Las consecuencias en las familias que han perdido sus seres queridos como padres, cónyuges, hijos, hermanos, por estas circunstancias inesperadas, como el COVID o la violencia criminal, son de pronóstico reservado, pues aparte del sentimiento, del pesar y la congoja que provocan, en varios casos quedan familias truncas, con menores huérfanos, o con mujeres en el desamparo, sin esperanza de progreso; todo ello agudiza una crisis social que después padecemos por el luto, la impotencia, el resentimiento y no se descarte el ánimo de venganza de los ofendidos o afectados colaterales, en el caso de hechos criminales. 
Tan solo hasta el mes de abril del presente año (en cuatro meses) en México ocurrieron 150 masacres, de las cuales Guanajuato reportó catorce, imagínense amables lectores cuántos fueron de 2018 a la fecha? Si consideramos que masacre es aquel hecho en que son muertos tres o más personas, son cientos de afectados que dejan secuelas sociales; solo arriba de nuestro estado se encuentran Zacatecas y Michoacán en esa estadística (Ver sitio web de “Animal Político” con datos de la organización civil “Causa en común”).
Valdría la pena invertir mayores recursos económicos en seguridad y salud para evitar estas tragedias, con voluntad política y trabajo permanente y coordinado podría lograrse, las vidas de los guanajuatenses están de por medio.
¿Cuánto costaría salvar una vida? No lo sabríamos, pero es imperativo hacerlo, con mayor razón cuando hablamos o contabilizamos 27 mil vidas perdidas.

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