He sido integrante de nueve legislaturas: tres como diputado federal y seis como senador de la República. La primera vez que ocupé un escaño fue en 1987, cuando el Poder Legislativo estaba controlado por completo por un solo partido. En 1991, como senador, me tocó vivir el prólogo de una etapa de transición que dio pie al rompimiento de la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión en 1997; sin embargo, ese resquebrajamiento no implicó mayor flexibilidad legislativa por parte de los partidos dominantes de la época.
En 2006, desde la oposición, me tocó hacer frente en el Senado de la República a la aplastante mayoría; a la que no discutía, sino que imponía; a la que no conciliaba, sino que sometía; a la que día con día hacía uso de su ilimitado poder, al imposibilitar la más mínima apertura a los temas que le interesaban a los adversarios políticos.
Con el inicio de la transición que ocurrió en México en 2018, estos equilibrios empezaron por primera vez a cambiar de raíz. Durante los primeros tres años de ejercicio de este gobierno, Morena tenía la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y, con sus aliados, alcanzaba la aritmética necesaria para lograr la mayoría calificada. Pero aunque desde esa posición se hubiera podido recurrir a las viejas prácticas del autoritarismo legislativo, las grandes reformas del cambio de régimen fueron aprobadas por unanimidad, construidas a través del diálogo y del consenso.
La segunda mitad de este proceso, que inició el año pasado con las elecciones intermedias, experimentó una reconfiguración en la Cámara Baja, en donde Morena ya no cuenta con la mayoría absoluta, y la importancia de la oposición, al igual que su grado de responsabilidad para continuar con la consolidación democrática, se magnificó.
¿Qué puede hacer la oposición ante este nuevo escenario? Lo lógico sería que se unieran para impulsar su agenda y la de las personas que representan. Se trata de la opción más compleja, pues para lograr la aprobación de sus iniciativas necesitarían, además de estar unidos, convencer a parte de la mayoría. La segunda opción es trabajar para lograr modificaciones en las iniciativas de la mayoría, que permitan incorporar puntos neurálgicos de su agenda, lo cual se ha logrado en repetidas ocasiones a través del diálogo y el entendimiento.
La tercera, la menos deseable y la más improductiva, sería simplemente no legislar ni a favor ni en contra; en términos simples, entrar en una moratoria constitucional, como el mismo bloque ha denominado a su decisión de coordinarse para evitar, de entrada y sin discusión, las propuestas de reformas constitucionales del Presidente.
Como opositor me tocó presentar iniciativas que sabía de antemano que no serían aceptadas, y aun así, nunca me detuve en el intento de representar dignamente a la minoría que nos había apoyado. También me opuse con convicción a aquellas iniciativas que consideraba nocivas para la nación, pero que sabía que serían aprobadas.
Por eso la actitud que la oposición ha tomado en el Congreso mexicano es inaceptable. Quienes hoy somos mayoría supimos ser minoría durante décadas y no nos cansamos nunca.
Así, consciente de las dificultades que las minorías pueden enfrentar, entendiendo la mentalidad de quien lucha desde la oposición y como presidente de la Junta de Coordinación Política del Senado de la República, me empeñaré en que cada iniciativa sea analizada, discutida y debatida. Se trata de un asunto de principios, de evitar que el Congreso se paralice.
Los contrapesos son recomendables; la oposición en México es indispensable, y si tenemos una que sea propositiva y racional, seguramente en el escenario electoral nacional contaremos con competencias más equilibradas. Nadie gana para siempre ni existen derrotas permanentes.