De un modo u otro, en el gobierno o fuera de él, una sola figura ha dominado el panorama político del país en los últimos decenios: omnipresente, astuto, sibilino, hasta ahora capaz de salirse casi siempre con la suya. Un titiritero que, tras ejercer el poder de manera directa, ha intentado manipular a sus sucesores -no siempre con éxito-, bloquear a sus adversarios y mantener a toda costa la polarización, el veneno cívico que le permite conservar su influencia. Luce inofensivo -rostro severo, quevedos antiguos, una flema anquilosada-, pero detrás de esa apariencia más de burócrata o sacerdote que de terrateniente o de caudillo se parapeta una de las inteligencias más perversas de América Latina, la cual no deja de asombrar ni a sus seguidores ni a sus rivales.
Desde que llegó a la Presidencia en 2002 -con el peso de haber sido alcalde de Medellín y gobernador de Antioquia-, Álvaro Uribe Vélez no solo ha definido la vida pública de Colombia, sino que se ha convertido en un modelo para toda la derecha latinoamericana -emulado por Calderón y Bolsonaro y ensalzado por Vargas Llosa-, a la cual ha servido de inspiración. Ferozmente reaccionario y católico, encarna esas fuerzas subterráneas que se extienden en la región, pero que se han asentado primordialmente en su patria, donde nunca hubo una reforma agraria o una revolución progresista y la izquierda jamás ha gobernado.
Ligado a los paramilitares y con incontables causas en su contra que van de desapariciones y asesinatos a numerosos actos de corrupción, Uribe ha logrado eludir la justicia a fuerza de ser visto como el patriarca de esa corriente que mira en el socialismo la fuerza destructora de una sociedad estratificada como pocas en América Latina. Tras dos periodos en la Casa de Nariño, intentó quebrar la Constitución para reelegirse y, cuando se vio obligado a elegir a su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos -proveniente de otra casta política, en este caso bogotana-, se empeñó en sabotear su mandato: el fracaso del sí al proceso de paz en el plebiscito de 2016 fue en buen medida obra suya.
Luego, entre sus múltiples peones, se decantó por Iván Duque, una figura irrelevante a la cual siguió controlando a la distancia, como Calles durante los primeros años del maximato mexicano. En las más recientes elecciones, optó por Federico Gutiérrez, conocido como Fico, otro exalcalde de Medellín, una pieza igual de anodina, si bien en este caso la frustración y el hartazgo, sumados a la popularidad de Gustavo Petro, su némesis, lo condenaron a un rápido fracaso. Esta humillación hubiera liquidado a cualquier otro líder, pero Uribe siempre guarda un as bajo la manga. Si nadie en su espectro avanza, habrá que encontrar a quién adjudicarle su influencia y sus votos, que aún se ven como imprescindibles para una victoria.
El dato más preocupante para el resto de América Latina no es, pues, la victoria de Petro o la derrota de Fico, sino el ascenso, desde un populismo de derechas alternativo al de Uribe, de Rodolfo Hernández. El atrabiliario y casi desconocido empresario y exalcalde de Bucaramanga, cuyo modelo es más bien Trump, se ha convertido en el candidato de reserva de este último: cualquier cosa con tal de frenar a Petro, quien podría trastocar el sistema que Uribe ha maniatado por un cuarto de siglo. Hernández es una incógnita, y acaso llegue a traicionarlo como hiciera Santos, pero por ahora no ha tenido más remedio que volverlo su candidato.
El uribismo es todavía más peligroso que Uribe: una fuerza descaradamente retrógrada y antiintelectual que pulula a lo largo de toda la derecha latinoamericana. El vertiginoso ascenso de alguien como Hernández -o José Antonio Kast en Chile- es una grave señal de alerta. Petro podría contradecir sus promesas de campaña y decepcionar a sus electores como tantos líderes de izquierda, pero hoy representa la institucionalidad y la mejor posibilidad de que Colombia al fin se permita probar unas reformas que le arrebaten el carácter desfachatadamente oligárquico que la ha definido por demasiado tiempo.
@jvolpi