Homero cierra la puerta del traqueteado Volvo rojo que le ha tocado este día y, sin preocuparse por su cargamento, se monta en la cabina, enciende el motor y emprende la marcha. La feroz resolana lo ciega por momentos, acomoda la visera y se refresca con unos tragos del termo que mantiene a su lado. Se interna en rutas secundarias y por fin toma la carretera 35; avanza a buena velocidad, nada lo detiene, durante más de doscientos kilómetros, hasta llegar a la frontera. Atraviesa la garita de El Encinal sin contratiempos -este negocio trata de hacerse la vista gorda-, aunque un poco más adelante se topa con otro maldito retén. Solo entonces Homero intuye que algo ha salido mal: cuando abre la puerta del tráiler, se le viene encima el infierno: los cuerpos abatidos uno sobre otro, el hedor a muerte, los gritos, los susurros, los aullidos.

La esperanza perdida.

Del otro lado del Atlántico, otra marabunta: cientos de cuerpos que a la distancia simularían un panal o un avispero, abalanzados unos sobre otros contra la malla de acero. Las púas les desgarran la carne y asistimos de nuevo a los gritos, los susurros, los aullidos. La misma esperanza perdida. Igual que sus hermanos, han abandonado sus dolientes patrias, donde se veían perseguidos o abandonados, en busca de un lugar mejor. Ningún peligro los ha detenido: los desiertos y las selvas, el maltrato y las amenazas, las escasas probabilidades de alcanzar su meta: por alguna razón ignota, creen en el futuro. Nada de eso les preocupa a los agentes que los cazan y persiguen, que se abaten sobre ellos, que los golpean y zahieren. Solo siguen órdenes, solo cumplen con su trabajo: el trabajo más requerido por los poderosos del planeta.

Cuando Homero abandona el Volvo al lado de las vías del tren y se da a la fuga, en su interior yacen 47 cadáveres de hombres y mujeres; la cifra llega a 53. Abandonándolos sin ventilación y casi sin agua, Homero permitió que 53 personas murieran asfixiadas en ese horno: la espantosa palabra debería despertar nuestra memoria. Del otro lado del mundo, al menos 37 de sus hermanos perecieron junto a la valla; 133 lograron cruzarla -y salvarse-, en tanto los heridos dormitan en el suelo de un olvidado hospital de provincia.

La primera escena ocurre en la difusa zona fronteriza entre México y Estados Unidos: los muertos que han podido identificarse son hondureños, salvadoreños, guatemaltecos y mexicanos. La segunda, en la zona fronteriza entre España y Marruecos, junto al enclave de Melilla, y los muertos son en su mayoría de Sudán del Sur.

En uno y otro lugar, somos cómplices de los asesinos.

Muy rápido, los gobiernos -con los rostros forzadamente compungidos de sus responsables- les echan la culpa a las redes de tráfico de migrantes, esa nueva especialidad del crimen organizado, a fin de eximirse de cualquier culpa. Luego musitan las mismas frases entrecortadas de siempre, aquí y allá, las mismas excusas, los mismos pretextos. El doble horror durará si acaso unos días en las noticias: luego, para bien de todos, quedará sepultado por otros horrores equivalentes.

Este es el mundo que hemos construido y, peor aún, el que defendemos con denuedo: un planeta habitado por la misma especie -Homo sapiens sapiens- que insiste, desde hace milenios, en demostrar que no todos sus miembros son iguales. Que unos valen más que otros solo por haber tenido la suerte de nacer en el lugar correcto. Todos somos responsables de este sistema que nos divide en naciones y traza fronteras sanguinarias para separar a quienes deben vivir de quienes deben perecer; a quienes han de tener una buena vida y quienes han de contentarse con su miseria.

Somos criaturas despiadadas que nos hemos creído que el mundo debe ser así: una proliferación de vallas, alambradas, muros, garitas, patrullas, policías y ejércitos dedicados a detener a cualquier costo -a cualquier costo- a quienes solo anhelan, con humana insensatez, un futuro mejor.

@jvolpi

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