El día de hoy diseñé esta entrega en dos porciones; la primera, relativa a los dos sacerdotes jesuitas que fueron asesinados al realizar su misión de ayuda al prójimo en una población de la Sierra Tarahumara; y la segunda sobre una reflexión escrita una mañana del 20 de junio de 2020, cuando seguíamos el protocolo para cuidarnos de contagios del COVID 19 y que nunca publiqué en este periódico.
Los jesuitas sacrificados

Si bien han transcurrido casi 15 días del asesinato de los dos sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, en Cerocahui, Urique, Chihuahua, no podemos soslayar el horror de su sacrificio a manos de criminales sanguinarios que han proliferado en nuestro México querido, alentados quizá por los discursos de la política criminal oficialmente asumida: “Abrazos, no balazos”.
Diferentes artículos y opiniones se han vertido por los más prestigiados escritores, desde Juan Villoro a Javier Sicilia y tantos y tantos más. Después de haber colaborado durante 33 años para la Universidad Iberoamericana, precisamente a cargo de la Compañía de Jesús y bajo el acogimiento y abrigo de dos sacerdotes jesuitas ejemplares y muy queridos en León Guanajuato, como Jorge Vértiz Campero  y Carlos Velasco Arzac, no puedo ser ajeno a este lamentable acontecimiento ante el cual ya se ha solicitado y exclamado por toda la comunidad de la congregación, por los líderes sociales y políticos de toda índole, por los organismos empresariales, solo algo muy elemental: ¡Justicia!
Aparte de la gran labor de los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora durante años, en su vida religiosa, atendiendo a los sectores más pobres y con más carencias en México, se trató de dos octogenarios que ante un ataque violento era obvia su indefensión y vulnerabilidad; sin embargo, no dudaron en defender la vida de su prójimo, de nombre Pedro Palma, quien buscó refugio en el templo donde se encontraban los jesuitas, quienes antepusieron sus cuerpos a las balas criminales ofrendando su vida por amor a la vida de otro. Descansen en Paz estos mártires.
En todo

Hoy llegué a mi escritorio en la parte más alta de la casa, vi la hoja en blanco que dejé ayer, admiré el paisaje a mi alrededor, parte de la ciudad, al fondo las montañas, más cerca el lago artificial llamado presa El Palote y a mi derecha el cercanísimo Cerro Gordo ya reverdeciendo con las lluvias primigenias. Al admirar esta espléndida y soleada mañana me senté, di gracias a la vida con mi pensamiento.
Inicia el verano, una nueva estación de este fatídico año 2020; la primavera que termina será inolvidable, en ella pude darme cuenta de cada centímetro de mi casa por espacios donde poco o nunca pasaba; vi el jardín florecer; el pasto secarse, regarlo profusamente y observarlo reverdecer.
Por fin pude contemplar las azucenas blancas y rojas brotar mágicamente con el inicio exacto de la Cuaresma, después llegar a su clímax, declinar secándose poco a poco puntualmente al transcurrir sus 40 días. Los duraznos florear y dar frutos, las papayas y los limones dándose generosamente y estupefacto ante esta muestra cotidiana de la naturaleza, pude cortarlos, llevarlos a mi mesa, comerlos y saborearlos frescos.
Vi y sentí la primera lluvia de la temporada caer en mi rostro y cuerpo, sin prisas ni preocupaciones.
Esto es solo un poquito de lo que he vivido en esta estación primaveral que termina, pues faltan muchos temas relativos al hogar, a la familia, al trabajo, a la relación vecinal, a la capacitación y actualización profesional con nuevas tecnologías, al ocio, al entretenimiento y a la cultura.
El encierro y aislamiento social por esta epidemia ha tenido sus ventajas, solo ha sido menester saber apreciar las distintas facetas de la vida en todo.    

 

 

 

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