¿Qué hacer con el PRI? Esta es la pregunta que todos -priístas y morenistas, panistas y simples ciudadanos- nos hemos hecho desde el 2000, cuando al fin perdió las elecciones después de setenta años y dejó, a todos los efectos, de ser el partido hegemónico que sobrellevamos desde la Revolución hasta la democracia electoral. ¿Qué hacer con su herencia, con el modelo que le impuso al País, con sus trampas, con sus militantes, con sus cuadros y, en particular, con sus astutos y aviesos dirigentes?

Durante los doce años de gobiernos panistas, los priístas siguieron convencidos, con esa arrogancia de décadas, que el capital político que aún acumulaban les serviría para regresar al poder. Confiados, no hicieron el menor intento por reformar sus estructuras, se limitaron a bloquear a Fox y a contemplar, con una lamentable Schadenfreude, el brutal desatino de Calderón y su guerra. Sorprendentemente, en el 2012 volvieron a la Presidencia. Una vez allí, con un Presidente tan banal como venal, intentaron por unos meses volver a los pactos de élites que tan bien les sirvieron en el pasado y, cuando la maniobra colapsó -a causa de la doble explosión de la Casa Blanca y Ayotzinapa-, sus líderes se dieron cuenta de que ya solo les quedaban unos años para ordeñar al máximo el Estado.

A sabiendas de que perdería las elecciones y ya sin siquiera fingir que gobernaba, el PRI de Peña se convirtió en una suerte de lapa o de parásito omnipresente: una industria familiar dedicada a chuparse el presupuesto, a apoderarse de cuantos recursos fuera posible para lo que vendría después: su travesía del desierto. El botín obtenido con la Estafa Maestra no les garantizaría impunidad absoluta, pero en un país como México -como el México que el PRI construyó- confiaban en que esa riqueza los salvaría de casi todo.

A partir de ese momento, empezó su penoso proceso de liquidación, a manos tanto de sus propios cuadros como de su principal enemigo, López Obrador. A inicios del 2018, el PRI era una empresa en bancarrota, pero dueña de algunos jugosos activos: cierta visibilidad de marca; un porcentaje de clientes nostálgicos o apapachados en los estados que aún controlaban; un puñado de ejecutivos con experiencia (así fueran las peores experiencias); y atractivas cuentas bancarias. Astutamente, AMLO apenas tardó en apoderarse de esos bienes mostrencos: capturó a la mayor parte de sus votantes, recontrató a muchos de sus dirigentes y se dedicó a hostigar a quienes se obstinaron en quedarse adentro (o no tuvieron otro remedio).

Los últimos del PRI -como los últimos del PRD- intentaron otra maniobra desesperada: la alianza Va por México al lado de su principal competidor histórico, el PAN (increíble que, con tantos años de experiencia, los conservadores se aliasen a una empresa en números rojos). Tarde o temprano la fusión iba a fracasar: en cualquier parte, los priístas jamás dejan de ser priístas, sea incrustados en Morena o en el PAN. Adonde van llevan consigo su cultura empresarial, dominada por la simulación y la corrupción. Paradójicamente, es en esos espacios, disfrazados de izquierdistas o derechistas -los priístas de corazón no tienen ideología-, donde han logrado sobrevivir y medrar a sus anchas.

Salvo un par de excepciones, en el cascarón no quedaron sino los rezagados que ya nadie quiso: Alito -que se valga de este apodo señala su altura- es su quintaesencia. El último de la fila que se creyó, por un instante, capaz de prosperar haciendo lo mismo de siempre -baste oír sus grabaciones- y jugando a las vencidas con López Obrador. Cuesta creer, insisto, que el PAN haya caído en su bluff; la 4T, en cambio, siempre supo -con su propia raíz priísta- qué hacer con él: tentarlo, amenazarlo y, en caso extremo, despedazarlo. Su destino sería casi trágico -la típica hubris- si no fuera tan ridículo. A diferencia del manipulado cuento de Monterroso, ya solo los cinco priístas que subsisten creen que su dinosaurio todavía está allí. Desplazado el pobre Alito, sigue Peña: último aviso antes de liquidación.

@jvolpi

 

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