Todos lo vimos: aquel 6 de enero de 2021, una multitud enfebrecida irrumpió violentamente en el Capitolio, convencida de que alguien -los rusos, los venezolanos, los cubanos, teorías tan probables como que fueran los alienígenas- le había arrebatado la victoria a su candidato. Entretanto, muy cerca de allí, el presidente, que había convocado la protesta con un tuit que terminaba con las palabras “será salvaje”, se limitaba a desoír, desautorizar e insultar a los colaboradores que lo impulsaban a pronunciarse y detener el atropello, miraba los canales de televisión y contenía sus impulsos de salir de su despacho a encabezar directamente la asonada.
Lo ocurrido aquel día fue, sin la menor duda, un intento de golpe de Estado en toda regla: Trump llevaba semanas azuzando a sus fanáticos con toda suerte de teorías de la conspiración, desprovistas del menor fundamento, según las cuales los demócratas habían operado un gigantesco fraude electoral para apartarlo del poder. Cada una de estas afirmaciones sonaría demencial, casi imposible en la historia reciente de Estados Unidos -un país envanecido con su tradición democrática-, de no ser porque Trump llevaba cuatro años minando día tras día, mediante una catarata de tuis y mentiras -el medio y el mensaje-, el conjunto del discurso político estadounidense.
La suya fue una meditada labor de zapa: mientras ocupó la Casa Blanca, se dedicó consciente y perversamente a sabotear los pilares del sistema: cada una de sus incontables falsedades, de los miles y miles de exabruptos, descalificaciones, burlas y engaños, tenía una sola mira: destruir por completo los límites entre la verdad y la mentira, deslavar cualquier rigor y cualquier control a sus invectivas, establecer un ambiente retórico en donde fuera posible decir cualquier cosa sin consecuencias. Eso que hemos llamado torpemente posverdad fue una decisión calculada: una eficaz maniobra para destruir la democracia desde dentro.
El objetivo era instaurar entre sus seguidores una realidad alternativa, formada solo a fuerza de palabras: Goebbels 2.0, trasladado al tiempo de las redes sociales y su necesidad de monetizarlo todo. Poco a poco, consiguió su meta: millones de ciudadanos, que hasta hacía poco eran capaces de distinguir ciertas fronteras de lo real más allá de su conservadurismo, fueron contaminados por este pernicioso virus que los llevó a suspender o borrar cualquier capacidad autocrítica. Semejante operación -transformar ciudadanos más o menos conscientes en zombis- fue el mayor logro de Trump en sus cuatro años en la Presidencia.
Una vez llegado a ese punto, en el que una masa suficientemente grande -jugando con los términos científicos: una masa crítica- se retroalimenta a sí misma, desoye toda razón externa y se concentra solo en expandir y reiterar el mensaje de su líder y de sus acólitos -gracias al eco de cientos de medios conservadores y evangélicos a su servicio-, las posibilidades de conducirla a cualquier lugar, incluso al crimen, se tornan altísimas. Lo constatamos con el nazismo y el comunismo y con cada régimen que ha invertido las nociones de ética y verdad: así como los alemanes llegaron a creer que lo correcto era asesinar judíos, los seguidores de Trump asumen que repetir sus mentiras significa decir, por el contrario, la verdad. De allí que fuese él quien sin tregua denunciase las fake news: para camuflar, justamente, las suyas.
Aunque frenada in extremis -al final tanto el vicepresidente como el sistema lograron resistir-, la conjura ha tenido ya una fortuna perdurable: hoy controla la Suprema Corte y se prepara para 2024. Lo que más sorprende de los informes de la Comisión del 6 de Enero es la incapacidad de la democracia estadounidense -y por ende, de cualquiera- para resistir. Confiados y autocomplacientes, los medios críticos y las instituciones se quedaron paralizados, permitiendo una erosión que no acaba. Si Trump no es acusado penalmente, puede volver a culminar la destrucción; si algo se lo impidiera, queda el trumpismo sin Trump. El golpe aún puede tener éxito.
@jvolpi