Un fracaso absoluto e inocultable. Las generaciones a las que nos correspondió conducir a México desde el autoritarismo priista hacia la democracia hemos fracasado brutalmente. Teníamos la obligación de construir un país más libre, más justo, más igualitario, y de desmontar las estructuras de corrupción, discrecionalidad y mentira en que se cimentaba el antiguo régimen: un cuarto de siglo -y tres partidos políticos y cuatro presidentes- después, el saldo resulta pavoroso. Por terrible que suene, este México, el México que les heredamos a nuestros hijos y nietos, es aún más brutal, más inequitativo y más salvaje que aquel donde nacimos.

La entrega de la seguridad pública a los militares -así como otros tantos aspectos clave de nuestra vida pública: los puertos, las aduanas, la construcción de infraestructura- no podría ser vista, ni siquiera por López Obrador y su partido, sino como el reconocimiento explícito de esta derrota de la sociedad, del pueblo -para usar la palabra que él mejor manipula- y de la democracia. Poco importa que, según su criterio, haya cambiado de opinión porque no había otra salida: sus dichos significan una claudicación absoluta -porque ni siquiera entrevé o prepara una salida en el futuro- a un problema que ve insoluble.

¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo nos convertimos en uno de los escasísimos países en el orbe que entregan la seguridad pública al Ejército, al lado de Arabia Saudita, Nicaragua, Irán o Birmania? ¿Qué ocurrió para que las esperanzas democráticas del 2000 se viesen radicalmente frustradas al cabo de estos lustros? ¿Cómo permitimos que México se desgajara en una violencia ciega y cómo admitimos que todo lo que nuestros políticos han hecho para revertirla o frenarla haya resultado no solo inútil, sino todavía más dañino? ¿Y cómo es que, a estas alturas, no hemos aprendido nada?

La responsabilidad comienza con el PAN de Fox: en unos pocos meses, su legitimidad se vio minada y su gobierno exhibió su ineficiencia y su torpeza, al tiempo que el PRI bloqueaba cualquier cambio real. Fue entonces, en ese impulso democrático, cuando debimos haber construido un sistema de justicia independiente, eficaz, confiable: nadie se preocupó por ello. En ese mendaz Estado de derecho, diseñado para proteger a los poderosos, distintos grupos criminales, cobijados siempre por los gobernantes, comenzaron a descubrir un escenario propicio.

Aun así, las cifras de homicidios eran las más bajas en mucho tiempo. Obsesionado con legitimarse tras las conflictivas elecciones del 2006 y sin conocer el país que iban a gobernar, Felipe Calderón y el PAN iniciaron la pesadilla: la ocurrencia de enviar a los militares al lado de la policía en operativos conjuntos -la apertura de la caja de Pandora- derivó en la sorpresiva guerra contra el narco y en la puesta en marcha del estado de excepción permanente. Comenzaron a limitarse los derechos -con la prisión preventiva oficiosa, por ejemplo- y el despliegue militar en todo nuestro territorio no solo no contuvo la violencia, sino que la aumentó a niveles nunca vistos. Nuestras cifras de muertes, desapariciones y violaciones a los derechos humanos derivan de esa irresponsable decisión.

El PRI de Peña Nieto apenas hizo otra cosa que disimular la misma estrategia. Ayotzinapa se convirtió en el emblema del contubernio entre el crimen organizado, los militares y los poderes públicos: la culpa fue del Estado porque intervinieron sus órganos, entre ellos el propio Ejército. Tras prometer acabar con la militarización, mecanismos de justicia alternativa y una reforma integral al sistema, López Obrador y Morena han hecho lo contrario: llevar a sus límites la apuesta de Calderón cediendo al chantaje militar y entregando legalmente al Ejército nuestra seguridad. El mismo Ejército de Fox, de Calderón y de Peña. El mismo Ejército que nadie podrá controlar ni supervisar.

Costará muchos años -y enormes esfuerzos- revertir nuestro fracaso. Reconocerlo al menos serviría para que los jóvenes se atrevan a imaginar alternativas al horror fraguado por toda nuestra clase política -PAN, PRI, Morena- con nuestra complicidad o nuestro pasmo.

@jvolpi

 

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