En una apuesta de riesgo múltiple, González Iñárritu realiza en Bardo un desdoblamiento simbólico y onírico de sí mismo.
De este lado del espejo, Silverio Gama: un documentalista que, tras largos años en Estados Unidos, regresa a México al obtener uno de los reconocimientos más importantes de su carrera; del otro, Alejandro González Iñárritu: un cineasta que, tras largos años en Estados Unidos, regresa a México al obtener uno de los reconocimientos más importantes de su carrera: la criatura se asemeja peligrosamente a su creador. A diferencia del ámbito literario, donde la escritura autobiográfica es un género imprescindible desde San Agustín hasta Carrère -y donde ya a nadie le escandaliza la autoficción-, el cine rara vez se convierte en un espacio propicio para la exploración del yo. Pese a algunos notables ejemplos, es como si toparse en la pantalla con el trasunto del propio cineasta nos obligase a calificarlo por fuerza como narcisista.
Si en el mito griego el hundimiento del héroe, enamorado de su propia imagen, es un castigo ante su desdén hacia la ninfa Eco -de quien queda solo la voz-, de esa mirada nace algo semejante al arte en la flor que nace a la orilla del estanque. En Bardo (2022), la primera película que filma en México desde Amores perros (2000), González Iñárritu además se aleja tanto del realismo como del psicoanálisis para adentrarse en un desdoblamiento simbólico y onírico. Multiplica, pues, el riesgo: en una apuesta que va aún más lejos que en Birdman (2014), ensambla un doble de sí mismo en cuyo retrato la memoria se tamiza con el autoescarnio, su historia se enreda con la Historia y ésta a su vez deriva en una lúcida farsa.
Nada sorprende tanto en este febril laboratorio de imágenes -e ideas- en torno al desarraigo, la mexicanidad, la nostalgia y la redención como ese tono leve y lúdico que proporciona a Bardo su centro de gravedad. Desde la bellísima escena inicial, donde una alargada sombra salta y vuela en medio del desierto, hasta aquellas en que se deleita en remozar la historia patria -la desopilante batalla en el Castillo de Chapultepec con los Niños Héroes o el Cortés que fuma un cigarro sobre una pirámide de cuerpos en pleno Zócalo-, y desde los apuntes mentales de su alter ego -un inquietante Daniel Giménez Cacho- hasta el paroxismo del baile en El California, González Iñárritu se atreve a filmar su propio flujo de conciencia.
Bardo no es, en este sentido, sino el delirio de su protagonista -y el de su autor-, cuando se encuentra justo en esa zona intermedia, concebida por el budismo, entre la vida y la muerte, la lucidez y la alucinación: un ajuste de cuentas consigo mismo y con su patria -que, al modo de Horacio, odia y ama-, con sus miedos y sus culpas ante el éxodo y el éxito, los espectros de su hijo prematuramente fallecido y de su padre -a quien no es claro que perdone-, de sus colegas, familiares, amigos y enemigos -y en especial su némesis: ese compañero de juventud que, a diferencia de él, se queda en México solo para convertirse en un basilisco que no dejará de insultarlo, no siempre sin motivos- y de un país que es su reflejo: entrañable y detestable, frívolo y frágil, hermoso y cruel.
Pocas cosas irritan tanto a los críticos como verse neutralizados en una obra de arte que se burla sin freno de sí misma: González Iñárritu es más severo consigo mismo que cualquiera de ellos y se adelanta a cada uno de los argumentos que esgrimirán en su contra. Esta venenosa exploración de sí mismo contiene ya su antídoto. Silverio Gama sabe que se ha pasado la vida tratando de obtener la aprobación de esos sujetos anónimos a quienes no les importa -la fragilidad y la hubris de todos los artistas- y aún así no deja de hacerlo, como una serpiente que se muerde la cola.
Estudios recientes revelan que la conciencia humana acaso no derive de las zonas más racionales de la corteza cerebral, sino de nuestra remota base emocional: pensamos sobre nosotros mismos -y creamos, reflexionamos e imaginamos- porque sufrimos, nos regocijamos, nos condolemos y nos sublevamos. Con Bardo, González Iñárritu ha conseguido filmar en primera persona esa fascinante turbulencia mental y física.