En el fondo, siempre lo hemos sabido. Ha sido el gran secreto a voces y el origen de casi todo lo que ha sucedido con el caso, de la llamada “verdad histórica” de Murillo Karam y Peña Nieto a las discrepancias del GIEI; de la investigación de la CNDH al reciente informe de la comisión presidida por Alejandro Encinas; de la filtración del mismo sin testar a las masivas filtraciones de Guacamaya; o de la cancelación de numerosas órdenes de aprehensión por parte de la FGR a la renuncia del fiscal especial y su sustitución por alguien cercano al secretario de Gobernación: desde el 26 de septiembre de 2014, cuando los normalistas de Ayotzinapa fueron desaparecidos y asesinados, hasta hoy, en el centro de todas las acciones oficiales se halla el Ejército.
Es la clave que explica el comportamiento errático o abiertamente delictivo de tantos funcionarios involucrados en la investigación: la razón de Estado que, sin importar el gobierno en turno, obliga a proteger a las Fuerzas Armadas, y de paso a sus integrantes de todos los niveles, de cualquier señalamiento. Durante mucho tiempo, la gran pregunta fue: ¿por qué montar una operación de encubrimiento y distracción tan grande como la “verdad histórica”, que implicó la manipulación de la escena del crimen y de incontables pruebas, la tortura y la mentira sistemáticas? Y la única respuesta que podría darle sentido a semejante operación -con los riesgos que implicaba para sus ejecutores- es esta: para ocultar o minimizar la participación del Ejército.
Que ello ocurriera durante el régimen priista -con la aquiescencia del PAN, responsable con Calderón de comenzar el empoderamiento del Ejército en labores de seguridad pública- no resultaba sorprendente: una de las reglas del régimen de la Revolución era proteger del escrutinio público a cualquier institución del Estado, incluyendo a las Fuerzas Armadas, tal como ocurrió en el 68 o en el 71 y durante la Guerra Sucia. Durante ese largo tiempo, el Ejército aceptó mantener una posición subordinada al poder civil, así como hacerse cargo de cualquier encargo extraordinario -como estos brutales actos de represión- a cambio de una impunidad garantizada.
Hoy, con un gobierno que convirtió en una de sus banderas llegar a la verdad de Ayotzinapa, pero que a la vez les ha dado más poder que nunca a las Fuerzas Armadas, las cosas apenas parecen haber cambiado. Todo indica que, a cambio de ese apoyo indiscutible, que implica concederles una posición pública de privilegio y unos recursos inauditos -o auxiliar al general Cienfuegos frente a las acusaciones de Estados Unidos-, López Obrador iba a conseguir que el Ejército aceptara las investigaciones de Encinas: un quid pro quo que a ambos habría de beneficiarles: el Presidente podría presumir su compromiso con la justicia y los militares, a cambio de que algunos de sus miembros fuesen inculpados, se contentarían con la defensa a ultranza que su jefe máximo haría en cada mañanera.
El aparente entendimiento no resultó, como hemos visto, tan simple: Encinas calificó Ayotzinapa como un crimen de Estado debido a que todos sus niveles de gobierno -municipal, estatal, federal- y todos sus órganos de seguridad -de las policías municipales, estatales y federales al Ejército y la Marina- fueron corresponsables en lo ocurrido, fuese por una omisión criminal o, como él mismo señaló al referirse al Ejército, por una acción directa. A partir de allí, las presiones del Ejército se han multiplicado -como el propio Presidente dio a entender- y, en medio de la catarata de revelaciones posteriores y el cambio de fiscal, volvemos a quedar en un punto ciego.
Tras el desastre de la “verdad oficial” y los tropiezos actuales, las lecciones deberían ser claras. La primera: es necesario que el Estado asuma su responsabilidad aceptando la complicidad militar en el crimen, no solo de unos individuos, sino de la institución misma, la cual debe ser obligada a cooperar en todas las investigaciones. Y la segunda: es un gravísimo error darle más poder y recursos al Ejército creyendo que así se le mantendrá contento y a raya.
@jvolpi