California es el estado más mexicano fuera de México y Los Ángeles la segunda ciudad con más mexicanos en el mundo. Lo mismo ocurre con varias otras nacionalidades, sobre todo del universo centroamericano, que han hecho de Los Ángeles su segunda casa. Pero esa residencia multitudinaria y fructífera ha estado plagada de costos, comenzando por la discriminación. A pesar de ser una ciudad tan diversa, en Los Ángeles corren ríos subterráneos de racismo que explotan a borbotones cada cierto tiempo y a la menor provocación. Así ocurrió, de manera terrible, en 1992 con los disturbios tras el veredicto de los oficiales que golpearon al afroamericano Rodney King. 63 personas murieron en las protestas.

Pero la peor discriminación no es necesariamente la más explosiva. La comunidad hispana sufre de racismo de manera cotidiana, de mil maneras distintas. Alguna vez se lo pregunté a la artista hispana Jay Linn Gómez, famosa por sus piezas en las que retrata a inmigrantes en labores esenciales pero tantas veces olvidadas. Gómez, que había trabajado cuidando niños en Beverly Hills, me confesó haber sentido una invisibilidad dolorosa. De ahí su obra. Esa injusta invisibilidad es solo una de las muchas manifestaciones de discriminación que sufren los hispanos –en su mayoría, mexicanos– en Los Ángeles, aunque sea la ciudad más diversa de Estados Unidos.

La persecución racial a veces se ha transformado en acoso político, como cuando la comunidad tuvo que luchar contra la infame propuesta 187 del gobernador republicano, Pete Wilson. Aquel asalto a los derechos fundamentales de la comunidad galvanizó un ánimo de batalla que, junto con un creciente sentido de pertenencia, consolidó la fuerza latina en California.

Pero el flagelo del racismo no se ha detenido.

Lo que pocas veces ha ocurrido, sin embargo, es que el prejuicio provenga de la propia comunidad hispana. Mucho menos, de sus líderes políticos. Aunque el movimiento de César Chávez cometió algunos atropellos anti-inmigrante, su orgullo profundo por el origen común de la comunidad hispana fue indiscutible. Casi siempre, los líderes hispanos han comprendido a cabalidad que parte central de su papel en California es luchar día a día contra la discriminación racial. Esa es la naturaleza del pacto entre la comunidad y sus líderes: sin ese requisito esencial, no hay nada.

La semana pasada, el pacto se fracturó.

Tres concejales de la ciudad y un importante líder sindical fueron exhibidos por el diario “Los Angeles Times”, que publicó una conversación plagada de insultos y desplantes racistas de la peor calaña. Duele escuchar la grabación. Lo peor corresponde a la concejal Nury Martínez, de origen mexicano. Martínez se refiere como “un changuito” al hijo afroamericano adoptado por uno de sus colegas en el concilio de la ciudad. Suelta improperios contra judíos y armenios. Y finalmente, en un acto de indolencia y crueldad, habla sobre la comunidad oaxaqueña que se ha asentado en una zona conocida como Koreatown. Escupe sobre el color de piel y la estatura de los oaxaqueños de Los Ángeles. “Tan feos”, dice Martínez, riendo.

Hablar así de cualquier grupo es repugnante, pero hacerlo de los oaxaqueños en Los Ángeles… no tiene nombre. Viví una década en la ciudad, donde trabajé como periodista. Desde esa experiencia puedo asegurar que no hay comunidad más trabajadora, honesta y conmovedora que la oaxaqueña, que se cuenta en cientos de miles, incluidos muchos que no hablan inglés ni español, sino las lenguas milenarias de Oaxaca. Agredirlos es un acto de cobardía inmensa.

El dolor de la comunidad ante la agresión de quienes tienen la encomienda de protegerla ha sido inmenso. Y justificado. Martínez ha renunciado a su puesto. No tiene ya ningún futuro en la vida pública, ni lo merece. Es posible que terminen renunciando todos los involucrados. Lo harán después de haber traicionado la confianza de la gente, que quedará más desprotegida que antes. Una derrota mayúscula, en todos sentidos. Y en el peor momento.

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