La palabra en inglés “nearshoring”, tan de moda en México como en otros países emergentes, describe simplemente el establecimiento de subsidiarias de las empresas de un cierto país en otro que es vecino, para beneficiarse de su cercanía, de una mayor mano de obra calificada y de salarios más bajos. Al hacerlo así, al no hacer “offshoring”, el país de origen no corre el riesgo de que en un país lejano sus empresas enfrenten mayores costos laborales, mayores riesgos cambiarios, mayores riesgos políticos y, simplemente, mayores costos de transporte de las mercancías producidas.

En el caso de la economía estadounidense, el ejemplo arquetípico de “nearshoring” lo ilustra el establecimiento, a lo largo de muchas décadas, de un buen número de sus empresas manufactureras en México (incluyendo a las vetustas maquiladoras). Y el ejemplo prototípico de “offshoring” lo dan las empresas estadounidenses que, especialmente a fines del siglo pasado y a principios de éste, se dieron febrilmente a la tarea de constituir subsidiarias en China y en otros países asiáticos.

Últimamente se le ha añadido al anglicismo “nearshoring” un significado extra. No el de la localización, sino más bien el de la relocalización de las empresas para acercarlas más a su país de origen. En el caso mencionado de Estados Unidos, las empresas de México y de China vuelven a constituir otro ejemplo. A raíz del abierto antagonismo comercial que han tenido los gobiernos de Donald Trump y Joe Biden contra el de Xi Jinping, así como de los crecientes costos laborales en el país asiático, no pocas empresas estadounidenses han comenzado a trasladarse de China a México.

A lo anterior hay que agregar un segundo ingrediente que es aún más importante. A raíz de la puesta al día del tratado de libre comercio de América del Norte, del entonces TLCAN al hoy T-MEC, las reglas de origen fueron endurecidas para que otros países no puedan entrar fácilmente al acuerdo por la puerta trasera.

Esas reglas de origen son empleadas para determinar si las mercancías que se quieren comerciar entre Canadá, Estados Unidos y México cumplen con los requisitos establecidos para ser consideradas originarias de alguno de los tres países. Si es así, los productos que se intercambian entre los socios están libres de impuestos aduaneros (aranceles).

Respecto a los productos cuyo origen es fácil de identificar, como es el caso de los cultivos agrícolas, el contenido regional es evidente. Pero ya no lo es tanto en el caso de las manufacturas que tienen algunos componentes que provienen de países fuera de la región.

A mediados del año 2020, cuando entró en vigor el T-MEC, se establecía que el valor de contenido regional fuera al menos de 66% para la mayoría de esos artículos. Pero ese umbral se ha ido incrementando de manera paulatina hasta que acabe por ser fijado, a partir de julio de 2023, en 75%.

Ese porcentaje pondrá la vara más alta para las compañías de la región que pretendan beneficiarse del T-MEC. Es por ello que éstas incrementarán la producción de sus insumos intermedios en la propia América del Norte, o los comprarán de empresas de otros países siempre y cuando sean producidos acá. Una oportunidad que se le está ofreciendo a México en bandeja de plata. 

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