Tengo la cabeza llena de imágenes de la extraordinaria y ensoñadora película Bardo de Alejandro González Iñárritu. ¿Cómo sacarse la visión de cientos de “desaparecidos” tirados en el centro de la Ciudad de México? ¿O la pirámide de muertos indígenas en el Zócalo? ¿O la conversación con un Hernán Cortés que fuma? ¿O la larguísima y mágica secuencia de baile en el California Dancing Club? ¿O la mítica pelea de los niños héroes en el Castillo de Chapultepec contra unos extranjeros con pelucas güeras? ¿O esos saltos de gigante en medio del desierto fronterizo?

Lo primero que asombra de la película -hecha para la pantalla grande pero que se podrá descargar en Netflix en unas semanas- es esa maestría del director para crear mundos imposibles. Como cineasta, todo se puede contar. O inventar.

Bardo no les tiene miedo a los grandes temas como la identidad, la migración o la muerte (que Iñárritu ya enfrentó en 21 Gramos, Babel y Biutiful); e inevitablemente nos arrastra al México de su juventud, como lo hizo también en Amores Perros. Pero es, sin duda, la película más personal de Iñárritu, con muchos elementos autobiográficos.

En la película hay momentos dolorosísimos, como la pérdida de un hijo y el luto de un cuarto de siglo. Nada apaga eso. Y el director se da el lujo -ese gigantesco placer que solo ofrece el arte- de recrear la plática que nunca tuvo en vida con su padre. (Cuántos quisiéramos algo así. Qué maravilla es el cine…).

Pero Bardo es, sobre todo, un viaje de regreso; a esos asuntos personales que obsesionan a Iñárritu y a México. El creador de 59 años vive en Estados Unidos desde hace 21 pero nos sugiere que no hay un solo día en que deje de pensar en México. La película explora con inigualable honestidad los conflictos y tensiones de los que habitamos dos países al mismo tiempo. A veces somos de las dos naciones y otras de ninguna.

Hay una escena en que la familia del protagonista regresa de México a Los Ángeles y el agente migratorio le dice al padre -que porta una visa de trabajo- que Estados Unidos “no es su hogar”. Casi todos los mexicanos en el extranjero hemos pasado por eso. En Estados Unidos no nos acaban de aceptar -“Tú no eres de aquí”, nos dicen-. Pero también sentimos un rechazo cuando regresamos a México -nos acusan de traidores, oportunistas y de haber abandonado familia y amigos-.

La película no resuelve ese conflicto. Lo deja latente, pulsando. Los que somos de dos países -como Iñárritu- llevamos una vida de dudas e incertidumbres. ¿Se puede dejar de ser mexicano? ¿Valió la pena irse a Estados Unidos? ¿Compensa lo que hemos logrado frente a lo que dejamos atrás?

El balance de Iñárritu, no hay duda, es positivo. Su aventura americana le ha traído el éxito. Ahí están los cinco Óscares, los Golden Globe e innumerables premios más para probarlo. Más importante, todavía, es esa libertad creativa para hacer las películas que se le dé la gana. Como Bardo. Si se hubiera quedado en México todo lo anterior no habría sido posible.

No hay ningún arrepentimiento o culpa en la película. Si tuviera que escoger, Iñárritu se volvería a ir de México. El costo del éxito, sin embargo, ha sido muy alto y deja heridas invisibles. Claramente hay una pérdida: es ese tiempo perdido, que jamás recuperaremos, con los que se quedaron.

Y, nos guste o no, los que somos inmigrantes nos desprendemos poco a poco del México donde crecimos. Amamos a México y nos ponemos la camiseta verde cuando juega la selección de futbol. Somos más mexicanos desde lejos. Pero en la distancia tenemos una visión muy crítica del país debido a la violencia, la corrupción y las desigualdades.

Bardo es la manera en que Iñárritu hace las paces con la decisión de haberse ido. Pero no esperen una película lineal. Son sueños monumentales y saltos que se ven mejor con el corazón. Estoy seguro que otros inmigrantes como yo se van a encontrar en los rincones del filme. La magia de Iñárritu estuvo en hacer universal algo tan personal.

Escribo esto en un avión que me lleva de Miami a la Ciudad de México. Y mientras vuelo siguen poblando mi mente esas imágenes de México que vi en Bardo y que, curiosamente, me alivian. El que se fue está condenado a siempre imaginarse el regreso. Y el cine, cuando se hace con talento y con el alma, te da esa oportunidad.

 

@jorgeramosnews

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