Esta década de los veinte ha recorrido apenas la tercera parte de su camino y ya nos ha brindado grandes sorpresas. Ejemplos notorios en el ámbito económico son las caídas que han sufrido en su valor algunas de las divisas más importantes del mundo.
Resulta que a principios del año 2021 se requerían para comprar un euro alrededor de 1.2 dólares estadounidenses, pero en estos días la moneda de la Unión Europea se vende más o menos a la par del dólar. En aquella fecha la libra esterlina, la divisa británica, se vendía en 1.4 dólares y hoy se vende en 1.1 aproximadamente. Finalmente, para poder comprar un yen japonés en aquellos tiempos se necesitaban .01 dólares (un centavo de dólar) y hoy se requieren tan solo .007 dólares.
Esas tres caídas reflejan parcialmente las consecuencias de la grave pandemia del coronavirus que azotó a la humanidad entera, así como el desbarajuste energético ocasionado por la invasión de Ucrania ordenada por Putin. No obstante, hay también otros factores que han coadyuvado al desplome de cada una de esas tres divisas.
La inflación actual que sufren casi todos los miembros de la Unión Europea excede el diez por ciento. Mucho tienen que ver en ello los dos factores mencionados, pero también otro que quizás pasa desapercibido para los que no vivimos en ese continente. El banco central de la Unión Europea, liderado por la francesa Christine Lagarde, quien ya había encabezado antes el Fondo Monetario Internacional, ha jugado últimamente sus cartas de manera muy agresiva en materia de política monetaria. En efecto, las tasas de interés en los países miembros son muy bajas comparadas con las de otros países industrializados, en particular Estados Unidos. Por ello, muchos inversionistas internacionales prefieren usar el dólar estadounidense en sus transacciones especulativas.
En el caso de Gran Bretaña parte del problema es bien sabido: la decisión que los británicos tomaron, en 2016, de salirse de la Unión Europea. Ese error los condena, de manera inexorable, a una disminución en la importancia que tiene su economía en el mundo. Pero a esto hay que añadir un nuevo desacierto, esta vez de la hasta hace poco primera ministra británica Liz Truss. Nada más llegando al poder, decidió de sopetón reducir las tasas impositivas a las empresas y las personas, pero sin explicar cómo su gobierno planeaba resarcir la consecuente pérdida tributaria. Los inversionistas, siendo todo menos tontos, castigaron de inmediato a la libra esterlina.
Finalmente, el caso de la depreciación del yen japonés puede explicarse por una razón radicalmente diferente a las anteriores. Aunque la inflación en el país nipón ha estado subiendo, ésta es apenas del orden de 3%. Si a eso se añade que el gobierno japonés sí quiere tener una moneda depreciada, entonces no suena ya tan extraño que el banco central establezca su tasa de interés inclusive menor a cero: -.1%. Esto significa que la autoridad monetaria no solo no paga interés alguno a los bancos privados que le hacen depósitos, sino que hasta les cobra por ello. El aletargamiento de la economía japonesa, el cual inició a mediados de los noventa, ha llevado a las autoridades a depreciar a toda costa su moneda para tener más competitividad internacional.