La verdad y la justicia en el caso Ayotzinapa parecen tan lejanas como al principio. Este fracaso es espejo de miles de fracasos.
El 26 de octubre, en un artículo del New York Times firmado por Natalie Kitroeff, Ronen Bergman y Oscar Lopez, con el explosivo título de El caso Ayotzinapa se resolvió en México. Hasta que las pruebas se desmoronaron, sus autores afirman que, durante una entrevista, Alejandro Encinas, responsable de la Comisión de la Verdad, admitió que “mucho de lo que se presentó como evidencia nueva y crucial no pudo verificarse como real”. El subsecretario de Gobernación precisó: “Hay un porcentaje importante, muy importante, que está todo invalidado” y aceptó haber estado sometido a la presión del Presidente para dar resultados. Estas declaraciones significarían que buena parte de las conclusiones presentadas en su informe del 18 de agosto, que apuntalaba el crimen de Estado, quedaban sin sustento.
A la mañana siguiente, en la conferencia mañanera, Encinas aseguró que sus palabras se habían tergiversado y que jamás habría descalificado su propio trabajo. Hizo un inventario de los ataques que ha sufrido -sin identificar a sus autores- y dijo que seguiría adelante.
Tras reiterar su confianza en el funcionario, el Presidente denostó al New York Times, acusándolo de ser cómplice de torturadores -y, de paso, de no denunciar la explotación en el planeta-, insistió en que se había querido dinamitar la investigación desde dentro -apuntando al exfiscal Omar Gómez Trejo- e insistió en celebrar a su nuevo fiscal porque lo conoce de toda la vida.
Este lamentable intercambio no es sino el más reciente capítulo, y de seguro no el último, en la cadena de crímenes y errores que se han acumulado desde la desaparición de los normalistas en 2014. A estas alturas no hay duda de que, durante el gobierno de Peña Nieto, nuestro sistema de justicia -esta palabra es puro equívoco- exhibió todos sus vicios: hizo prevalecer la razón política sobre la investigación -sobre todo, para exculpar al Ejército-, saboteó el escenario del crimen, fabricó culpables y testigos con el uso sistemático de la tortura, manipuló y creó pruebas, filtró datos a la prensa y construyó, con la ayuda de medios afines, un relato que la sociedad jamás aceptó.
En cuanto llegó al poder, López Obrador prometió que al fin se llegaría a la verdad. El nombramiento de Encinas, a quien se reconocía una loable trayectoria pública, desató la esperanza: era una de las mayores promesas de la 4T. A cuatro años de distancia, esas expectativas han vuelto a frustrarse: en primer lugar, porque la razón de Estado ha vuelto a prevalecer sobre la investigación -otra vez para exculpar a los militares- y, en segundo, porque buena parte de los vicios del pasado han reaparecido: sabotajes, presiones al interior del régimen -sobre todo de la Fiscalía en manos de Alejandro Gertz y de la Defensa y la Marina-, nuevas filtraciones, numerosos yerros y un apresuramiento que ha impedido siquiera constatar que las nuevas pruebas aportadas por la comisión son auténticas.
A ocho años de distancia, una vez más nos hallamos frente a un escenario donde la verdad y la justicia -por no hablar de la reparación y las garantías de no repetición- parecen tan lejanas como al principio. Si seguimos en estas condiciones, se debe a un gravísimo error de base: Ayotzinapa demuestra que ninguna investigación criminal que se lleve a cabo en México, ninguna, es confiable. Nuestras instituciones no sirven para ello: fueron creadas en el antiguo régimen para garantizar la impunidad y ninguna fuerza política, desde el 2000, se ha preocupado por cambiarlas de tajo. El fracaso de Ayotzinapa es el espejo del fracaso de miles de asuntos: un sinfín de crímenes que no vemos y que, en el 99 por ciento de los casos, jamás -jamás- se resuelven.
López Obrador desperdició la oportunidad histórica de cambiar la simulación que cargamos a cuestas por un verdadero sistema de justicia: la historia habrá de cobrárselo. Nuestros tres principales partidos han pasado ya por el poder y ninguno lo ha hecho: las esperanzas se agotan. Pero quienquiera que vaya a gobernar a partir de 2024 debería saber ya cuál es su tarea prioritaria: permitir que en México haya, por primera vez, justicia.
@jvolpi