A lo largo de siete décadas, sus dirigentes se empeñaron en construir en México una democracia imaginaria: un país provisto de un sinfín de reglas legales y constitucionales que amparaban la competencia y la posibilidad de la alternancia pero que, en los hechos, buscaban justo lo contrario: asegurarse de que ningún opositor los desplazara. Cuando volvieron al poder luego de doce años, no emprendieron ningún ajuste de cuentas, jamás reconocieron su responsabilidad ni sus errores, obviaron cualquier autocrítica y cualquier reforma e intentaron preservar el mismo sistema que habían construido y luego heredado. Ahora, el PRI se nos presenta, de pronto, como gran defensor de la democracia y muchas de sus figuras llaman a defender a ese INE que nació y se desarrolló a su pesar.
Tras una larguísima temporada en el desierto, en que cuestionaron al poder cuando en realidad era peligroso hacerlo y casi nadie los oía, al fin tuvieron la oportunidad histórica de obtener la Presidencia, derrotando por primera vez al partido oficial. Apenas tardaron en sepultar las esperanzas desatadas por su triunfo: en vez de reformar aquella democracia imaginaria y sobre todo de transformar un sistema diseñado para proteger solo a unos cuantos, lo mantuvieron a flote. Luego, todavía peor: acorralados por sus propias triquiñuelas -calcadas de las de sus predecesores-, lanzaron la iniciativa más irresponsable en décadas, los operativos conjuntos de la policía con el Ejército a los que llamaron guerra contra el narco, al frente de la cual colocaron, para colmo, a un criminal. Ahora, el PAN afirma rebelarse contra la militarización y se presenta como garante de la democracia y del INE.
Doce años después de su primer intento por llegar a la Presidencia, habiendo soportado ataques arteros y toda suerte de obstáculos, por fin llegaron al poder. Luego del desastre continuado de sus predecesores, prometieron ahora sí cambiar radicalmente el sistema, desmontar las cadenas de impunidad y desigualdad y perseguir a toda costa la igualdad y la justicia. En vez de ello, desarticularon las capacidades del Estado con una brutal austeridad, desdeñaron a los ciudadanos organizados y a los sectores que más los apoyaron durante sus años en la oposición, han militarizado el país a extremos nunca vistos e intentan retomar aspectos del sistema electoral que siempre los mantuvo contra las cuerdas. Y Morena -y sobre todo el Presidente- continúa haciéndonos creer que representan a la izquierda y que defienden la verdadera democracia con su impaciente reforma al INE.
Unos y otros, la clase política mexicana en su conjunto, ha demostrado con creces, una y otra vez, su hipocresía y su traición: tras semejante cadena de mentiras, imposible creer que alguno de ellos en realidad aspire a defender a la democracia: las tres fuerzas tuvieron la oportunidad de transformar radicalmente un modelo disfuncional, hueco, autoritario; en vez de ello, el PAN prefirió desatar la mayor violencia que haya sufrido México desde la Revolución, el PRI perseveró en su corrupción ancestral -y en su desdén por la verdad- y Morena ha conculcado los principios que le concedieron la victoria y, en vez de gastar las últimas energías del sexenio en la reforma que de veras necesitábamos -la de la justicia, por supuesto-, se desbarranca en una que solo intenta cobrar venganza sobre antiguos adversarios y retener el mayor poder que le sea posible, como en su momento hizo el PRI.
Mientras una nueva generación de jóvenes no tome las riendas de estos vetustos contenedores que son los partidos, los sacudan por completo, los limpien de esa caterva de políticos profesionales responsable de nuestro infortunio, reconozcan el daño que sus predecesores le hicieron al país y se comprometan a implementar una auténtica transmutación que permita que en México al fin haya un sistema de justicia independiente y eficaz, primer paso para una democracia de veras funcional, continuaremos en ruinas, obligados a decidir cada día, en medio de mentiras y amenaza, cuál de entre estos tres males es el menor.
@jvolpi