Gente querida: dedicado ahora a los jóvenes en condiciones de riesgo, les platico de una realidad muy “cañona”, muy “gruesa”: la depresión, trastorno de la afectividad que provoca una variación en la percepción, en el sueño y, por lo tanto, en la forma de vivir y gustar la vida. 
Los educadores –y algunos padres de familia- nos enfrentamos a la realidad de la depresión juvenil en nuestro caminar por las aulas, en un fenómeno que se calcula afecta hasta un 5 % de la población juvenil. No es difícil identificar como educador, cuadros de depresión; lo difícil es sacar al chavo y chava de la depresión.
Los educadores somos una ventana que permite asomarnos a ese mundo inédito y fabuloso de los jóvenes y aunque es el médico el que debe confirmar si un joven sufre una depresión o no, existen unos síntomas muy característicos que nos pueden poner en alerta, pues la fuerza y energía de un joven es lo común. Por eso, cuando se presentan tristezas, estados de ansiedad, frecuentes jaquecas, pérdida del entusiasmo, sequedad de boca, pérdida de apetito, pueden ser algunos de los síntomas que nos deben poner en alerta. No es difícil darnos cuenta de que hay reacciones anímicas que suelen aparecer cuando se presenta un cuadro depresivo: si la o el joven está triste sin motivo alguno, aísla, se siente incomprendido y rechaza a quienes más le quieren y rodean.
Hay dos tipos de depresiones claramente diferenciadas: las endógenas (provocadas por un problema del organismo) y las llamadas exógenas o distimias (causadas por factores ambientales). Aunque ambas necesitan tratamiento médico para ser superadas, es posible prevenirlas, atenderlas a través de ambientes educativos, sanos, de actividad y que impulsen al joven a construir su proyecto de vida. Suponer que cualquier chavo o chava puede dejar atrás la depresión por sus propios medios es uno de los errores más comunes, pues se ha demostrado que solo un porcentaje mínimo de jóvenes entre veinte y treinta años con depresiones leves consiguen salir del problema por sí mismos. De estos dos tipos de depresión, la distimia, ha incrementado en años recientes el número de casos entre adultos jóvenes; pese a que este trastorno emocional afecta la relación del chavo con su entorno social, puede ser superado si el enfermo reconoce su problema.
La “depre” entre los jóvenes tiene efectos diversos: desde la deserción escolar, la tardía decisión de un proyecto de vida, la pérdida de oportunidades de trabajo, la entrada al mundo de las drogas y el alcohol, e incluso el suicidio. Por eso, algunas instituciones (pocas todavía), trabajamos en iniciativas para atender la depresión y las escuelas buscamos crear ambientes educativos, preventivos, amigables que ayuden al estudiante a construir su proyecto de vida.
De acuerdo con la Secretaría de Salud federal, la depresión es la principal enfermedad mental en México, al grado que calcula que 10 millones de habitantes la sufren, a cualquier edad y en sus diversos tipos; asimismo, se reconoce como la causa por la que se ha incrementado el índice de suicidios en las últimas tres décadas. La depresión es un problema emocional en el que la persona que la sufre siente tristeza profunda, no duerme bien, tiene vacío existencial y culpabilidad, está de mal humor, pierde la esperanza, se cansa y aburre con facilidad, tiene actitud pesimista, de inseguridad y de baja autoestima.
Me parece que frente al problema, frente a la enfermedad hay dos posturas: la que plantea que siempre se requiere de tratamiento médico supervisado por el psiquiatra o neurólogo (y donde en alto porcentaje de casos, se administran fármacos especiales) y la que propone –me incluyo en esta- que es el ambiente y el acompañamiento para construir el proyecto de vida, el que rescata el chavo de esta dinámica depresiva. Así lo pensamos desde el sistema preventivo salesiano y así lo trabajamos en Ciudad del Niño Don Bosco en nuestros programas de internados con jóvenes.
Por eso, la tarea es de padres de familia, familiares o amigos cuando sospechamos que el chavo o chava tienen algún síntoma anormal en la conducta. Hay algunas alertas que debemos tener si observamos cambios en los hábitos, como dormir y comer; retraimiento de sus amigos, de su familia o actividades; actuación violenta o comportamiento rebelde, como escapar de casa; uso de drogas o alcohol; abandono en su persona; cambio de personalidad; desesperanza y aislamiento social. Caminar junto a ellos y darles ejemplo de esperanza en el futuro construyendo proyectos no es toda la solución, pero es una parte de ella. 
 

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