Apenas habría que dudarlo: la marcha -o, más bien, contramarcha- convocada por el Presidente será multitudinaria y superará con creces a la que se opuso a la reforma del INE. Las imágenes, que nos serán bombardeadas una y otra vez, no permitirán rebatir su capacidad de convocatoria: una marca de fábrica desde que inició su andadura política. Luego, acumulará incontables mañaneras en las que reiterará y celebrará su éxito sin paliativos: frente a los fifís o aspirantes a fifís que se atrevieron a arrebatarle este mecanismo de protesta hace unas semanas, AMLO demostrará que las calles continúan siendo suyas, solo suyas.

Poco importa que, a diferencia de las concentraciones en que participó en el pasado, incluyendo la que celebró su holgado triunfo en 2018, esta sea convocada desde el poder. Aunque sus seguidores lo nieguen, ello implica una transformación radical: en vez de confrontar a la clase política -a esa mafia en el poder- que durante años lo desdeñó y a la que se ha dedicado a atacar por su clasismo, su racismo y su corrupción, ahora se presenta como el líder único de una nueva clase política que controla casi todas las instituciones del país: el Poder Ejecutivo, las dos Cámaras, una veintena de gobiernos estatales, la mayoría de las legislaturas locales y la Ciudad de México. ¿Cómo no obtener un enorme éxito cuando un sinfín de instituciones, organismos públicos y dirigentes impulsan y financian abierta o tácitamente la movilización?

Y, aun así, no habría que caer en las toscas descalificaciones de muchos opositores: si Morena gobierna en tantas partes se debe a la enorme popularidad de que sigue gozando el Presidente, como lo confirman todas las encuestas. Será difícil dirimir cuántos de los asistentes de mañana entrarán en la categoría de acarreados -funcionarios públicos presionados a asistir y militantes a quienes se ofrece transporte y alimento- y cuántos acuden por su propio pie, legítimamente convencidos de la causa de su Presidente. Como fuere, resulta imposible desdeñar que una mayoría del país continúa confiando en López Obrador.

Su éxito está, pues, asegurado. Sin embargo, es ese mismo éxito seguro, absolutamente predecible -la convocatoria de un Presidente popular que domina casi todo México-, lo que debería inquietarnos, y no por las burdas razones esgrimidas por buena parte de sus críticos, que en efecto continúan destilando ese clasismo y ese racismo que AMLO les echa en cara. Ojalá dejaran de descalificar a quienes lo acompañarán por su falta de educación, de conciencia política o de recursos, por su color de piel, sus modales o su aparente dogmatismo: son los mismos ciudadanos que, si fuera capaz de reclutar, la oposición querría votando a su favor. No: lo perturbador no es la composición ni el número de asistentes a la marcha, sino que alguien con un poder tan grande y tan omnímodo se empeñe tanto en organizarla y que lo haga, sobre todo, con el fin de opacar, minimizar y, de ser posible, ridiculizar la de quienes se atrevieron a cuestionarlo poco antes. Se trata, antes que nada, de un ejercicio de fuerza rudo e insolente por parte de un gobierno democrático: prueba de ese temple autoritario que se ha ido reconcentrando en López Obrador desde que ganó las elecciones.

Porque, en esta ocasión, su objetivo principal no consiste en protestar ante una evidente injusticia -como en el 2006-, oponerse a medidas arbitrarias -como en otras ocasiones- o celebrar una victoria, sino borrar a quienes no concuerdan con él. Todos sabemos que, en el México de hoy, él tiene más poder que nadie: obsesionarse con exhibirlo para acallar cualquier voz en contra nos retrotrae de modo irremediable a las épocas en que el PRI hegemónico, con su política de masas, desacreditaba la menor crítica y la menor disidencia.

Por primera vez en su carrera, AMLO no marcha para poder ser escuchado, sino para silenciar.

@jvolpi

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