La megalomanía está servida. Se ha tributado el homenaje que el Presidente quería para sí mismo. Tras el disgusto, una marcha de desagravio. Las calles habían sido ocupadas por quienes no representan las causas nobles y había que mostrar que regresaban a sus legítimos dueños. 

La impudicia es la primera marca de la marcha. Los recursos del Estado se ponen, abiertamente, al servicio de la vanidad presidencial. El acarreo que había sido denunciado siempre como ritual del viejo autoritarismo es ahora defendido con orgullo. El acarreo es una práctica esencialmente antidemocrática porque hace bulto de la gente. La convierte en escenografía para la contemplación del Narciso. El acarreo no es un servicio de transporte: es un desplazamiento bajo presión. Quienes ejercen poder sobre otros conminan a la participación en un acto político y ofrecen ventajas a quienes acceden. Quienes se rehúsan se atendrán a las consecuencias. No ha habido ahora siquiera el intento del disimulo. El acarreo ha sido abierto y descarado. En las marometas del día se le presenta como si fuera una logística del entusiasmo. 

No pretendo negar que habrá habido muchos el día de ayer que voluntariamente asistieron a la marcha. No dudo que, en efecto, habrá habido muchos que desearon manifestar respaldo a un presidente con el que sienten una identificación profunda. Debe reconocerse la considerable, aunque no excepcional, popularidad del presidente López Obrador. Pero el ostentoso acarreo exhibe una presión sobre los subordinados que, por lo menos, pone en duda la libertad de los manifestantes. Hay un sinnúmero de testimonios y de imágenes que dan cuenta de la presión que se ejerció sobre burócratas y sindicalistas. ¿Por qué habría de pasarse lista en el evento si quienes acuden lo hacen por su propia iniciativa? Si había que demostrar presencia ante algún vigilante es porque la participación en el homenaje al caudillo tenía consecuencias. Faltar a la cita supondría, por lo tanto, efectos perjudiciales. El vicio viene del origen. La convocatoria misma, hecha desde el Palacio Nacional, activó los mecanismos de la subordinación. Cuando el jefe del Estado mexicano convoca a la verificación de las lealtades se ponen en movimiento todas las piezas del régimen. Todas las oficinas de la administración, todos los aliados políticos compiten entonces en la tributación de contingentes. Se trata, en efecto, de obsequiarle a un hombre necesitado de adulación, símbolos descomunales de fidelidad. ¿Quién aporta la mayor legión? ¿Quién se atreve a cuestionar el llamado narcisista?

Al Presidente de la República no le ha quedado claro que su función constitucional es distinta a la de un dirigente partidista. Llamar a una movilización desde la jefatura del Estado es emplear los recursos de la nación para la promoción de su propia causa. Se trata de una grotesca desviación de recursos públicos que se ha hecho a la luz del día y frente a todo el país. Gastos de propaganda, de transporte, de alimentación, de alojamiento a cargo del presupuesto público. Las contribuciones de todos al servicio del gobernante. El Presidente le pasa la cuenta de su patológica vanidad a todo el país. Todos pagamos la terapia del narcisista. Corrijo: no pagamos el tratamiento: financiamos la adicción del ególatra. A todos nos hacen pagar los camiones que vienen de los territorios leales, las pancartas que se difunden ilegalmente, las mantas con las consignas, la comida que se entrega como si fuera regalo, los hospedajes de los feligreses. La idolatría financiada con recursos públicos. La autosatisfacción del régimen no es gratuita. Se trata del caso de onanismo político más costoso de la historia nacional. 

No solamente se desvían recursos ilegalmente. Se desvía la atención. No somos testigos solamente de un derroche de dinero, sino de energía y de tiempo. Si hay un recurso vital en toda presidencia es el tiempo. El Presidente no encuentra momento más que para el rencor y la alabanza. Comenzando el último tercio del sexenio, ante desafíos extraordinarios en todos los órdenes, el gobierno se dedica a fustigar enemigos y a rendirse homenaje. ¿Dónde está el foco de un gobierno que se desentiende de la administración pública para dedicarse en exclusiva a la escenificación de su épica?

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