Ahora que es tan criticable el aspiracionismo, el afán de superación personal con estudio, trabajo y esfuerzo constante para escalar intelectual, social y económicamente, como lo trata de erradicar el actual Presidente de la República pregonando la antítesis de esta postura muy humana y progresista, como lo es el conformismo, la pobreza e ignorancia permanente de los ciudadanos, vale la pena mostrar a los amables lectores uno de entre tantos ejemplos que existen en nuestra sociedad, por luchar por sus ideales de prosperidad y crecimiento en lo individual y familiar que contradice y pugna con ese pésimo concepto de “Humanismo” que propone el titular del Ejecutivo Federal pretendiendo destruir no solo los sueños de avance de una persona, sino sus ideales legítimos, honestos, de perfeccionamiento y desarrollo; contradiciéndose a sí mismo, pues si él se hubiera conformado con su situación precaria originaria, nunca hubiera estudiado, ni trabajado en las diversas áreas gubernamentales y políticas escalando cargos; en fin, si nunca hubiera salido de Macuspana, Tabasco, pues tampoco hubiera llegado a ser Presidente, lo cual fue su aspiracionismo, tan es así que persistió tres veces hasta lograrlo. ¿Por qué quiere que ya ningún mexicano se supere y aspire a ello? No nos lo explicamos.
A nuestro personaje de hoy llamémosle Jesús de la Rosa, aunque su historia es verídica no estoy autorizado para revelar su verdadera identidad; le decíamos “Chucho” desde que coincidimos en la Facultad de Derecho de la UNAM, allá por 1971, aunque él iba un año más adelantado, pues era de la Generación 1969 en tanto que yo de la Generación 1970, pero como solíamos escoger diversas materias a partir del segundo semestre, siempre y cuando no fueran seriadas, coincidíamos en diversos grupos de clases.
A principios de 1972 también nos vimos laborando en la Procuraduría General de Justicia del entonces Distrito Federal, aunque Chucho se ubicó en las oficinas de la administración, como auxiliar en el área de Recursos Humanos o de Personal como antes se denominaba, parece que había sido recomendado al Director de entonces y ahí lo colocó. A mí me habían ubicado en el Ministerio Público en el Sector Central por recomendación de mi maestro Celestino Porte Petit, a quien guardo un gran agradecimiento y veneración.
Allí y en la Facultad de Derecho empezamos a convivir; a veces estudiábamos juntos, o bien, saliendo de la “Procu” nos íbamos a comer o nos veíamos para cenar. Chucho era muy estudioso y esforzado, poco comentábamos de nuestras familias; él sabía que yo provenía de León, Guanajuato,  y que visitaba a mis padres y familia una vez al mes.
Nos reuníamos en mi departamento con otros amigos a jugar dominó, a cantar y platicar, y llegamos a salir algún fin de semana con nuestras respectivas parejas; de él sabía que no tenía papá, aunque nunca explicaba esa circunstancia; que tenía una hermana y otro hermano menores que él y todos vivían con su mamá por el rumbo de la colonia Del Valle, en un edificio de departamentos, si no lujoso, sí de los mejores de la época, porque a veces le llevábamos y lo dejábamos afuera del edificio.
Con el tiempo y ya con más confianza llegó a acompañarme aquí a León, en tiempos de Feria y lo paseaba por la ciudad; conoció a algunas muchachas de por acá pero no ligó ninguna relación de noviazgo. Sin embargo, ya casi para terminar mi carrera, la cual Chucho había concluido antes que yo, cambié de trabajo, salí de la Procuraduría y me fui a la Secretaría de Gobernación a un área de Prevención y Readaptación Social, que he relatado en otras entregas; también Chucho de la Rosa, ya titulado y bien apadrinado, se fue a laborar con un mejor cargo al Departamento del Distrito Federal, con su jefe a la Oficialía Mayor; así que disminuimos nuestra frecuente relación.
No obstante, había algo que intrigaba a mí y a los demás amigos mutuos: no sabíamos exactamente de Chucho, sobre su familia, hablaba poco de su madre y hermanos, no conocíamos el número de su departamento, solo el edificio, aunque ya teníamos cuatro años de relación cercana.
No sé si fue la inteligencia de Jesús o su perspicacia, pero como si adivinara mis pensamientos un día me invitó a comer, como tantos en los que lo hacíamos, pero lo noté más solemne y pensativo, acepté y nos fuimos al restaurante “Don Cuco”; allí me revelaría algo que yo ni imaginaba, que con lágrimas en los ojos me confió y tan dramática situación, provocó también mi llanto, conmovido por su relato familiar. (Continuará).

NOTA: esta semana falleció el gran músico don Guadalupe Hernández (83 años), toda una institución en nuestra ciudad. Reciban nuestras condolencias sus hijos y familia, especialmente Juan Antonio, mi compañero en la Escuela Preparatoria.
 

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