Acaso peor que la ocupación del territorio, sea lo que está ocurriendo en estos días con Ucrania. El Ejército ruso se ha retirado, pero ahora, desde sus protegidas posiciones, bombardea sistemáticamente los lugares que abandonó gracias a la  valentía con que los ucranios le salieron al frente e impidieron que  tomaran posesión del territorio invadido. El retiro de las fuerzas militares rusas no ha servido de gran cosa, pues ahora, con los misiles que envía, se asegura que los intolerables ucranios reciban un castigo, por el crimen de haber peleado como leones en la defensa del suelo nativo y haber impedido que las fuerzas enemigas se adueñaran de un territorio que no les pertenece.

Esto no lo entiende Vladimir Putin, convencido como está de que Ucrania es parte de la Rusia tradicional y, como aquella ha cometido la insolencia de no dejarse ocupar por un ejército enemigo, ahora toma represalias y se asegura de que los habitantes de Kiev y de Ucrania pasarán un invierno terrible, en el que los viejos y los niños, es decir, las víctimas que no pueden defenderse, llevarán la peor parte. El Presidente de la agredida Ucrania, Volodomir Zelenski, multiplica sus llamamientos a los países occidentales para que le envíen las armas que le han prometido y que le permitirían bombardear a su vez el territorio de donde proceden esas bombas que -para todos los observadores- no persiguen otra cosa que destruir a la población civil. La que, luego de haber peleado contra una ocupación militar, es ahora víctima de bombardeos que sólo persiguen blancos civiles, es  decir, castigar a la población por el crimen de no haberse dejado invadir. Los países occidentales que han prometido ayudarlo, deberían enviarle las armas necesarias para repeler esta nueva agresión, en la que, según los corresponsales de prensa que escriben desde allá, buena parte de la población de aquellas ciudades podría morir de frío y hambre. Lo menos que cabe pedir, a las fuerzas de la OTAN, es que cumpla con sus promesas. ¿O es que las ha olvidado ya?

La verdad es que, a medida que pasa el tiempo, el drama de Ucrania va abandonando la actualidad y pasa a ser una cosa que ocurre allá, lejos, fuera del alcance de nuestras preocupaciones  inmediatas. Quienes así piensan, olvidan algo mucho más importante: que los ucranios están peleando también por nosotros, es decir, por los países libres que, el día de mañana, podrían verse amenazados por Vladimir Putin, en su obsesión por reconstituir el imperio que mantenía cautivo el Ejército ruso cuando la URSS existía y, más tarde, en tiempos de Yeltsin, impuso a Putin, un funcionario educado por la KGB, en las tierras ocupadas de Alemania del Este. Es absolutamente urgente que los países occidentales acudan en socorro de Ucrania, antes que lo más crudo del invierno se haga presente y las televisiones del mundo libre dejen de mostrar a esos ancianos de casas en escombros, que se disponen heroicamente a soportar un invierno sin calefacción y sin abrigo, con temperaturas que descienden fácilmente muy por debajo de cero grados. Hay testigos –son todos periodistas- que, con no menos valentía que los propios ucranios, están allí, bajo las bombas, bajo los bombardeos cobardes, que atacan a una población civil, destruyendo aquello que les permitiría defenderse contra el invierno. Estos corresponsales no son menos heroicos que los valerosos ucranios: están allí cumpliendo su deber, y a sabiendas de que los rusos no se han apartado un milímetro de su “misión”: la de castigar a la población civil de Ucrania por no haberse dejado invadir. Debemos ir contra los supuestos que alienta Vladimir Putin: no olvidar a Ucrania, donde se está librando en estos momentos una lucha por la libertad de todo el Occidente. ¿O hay ingenuos que piensan que la agresión de Putin contra Ucrania acabará ahí, sin que el Ejército ruso intervenga en otros lugares?

Lo único que ha fallado, en los cálculos bien cimentados de Putin, ha sido el Ejército ruso. Este no ha estado en el lugar que el jefe del Kremlin le atribuía: por lo pronto no quería pelear y hemos visto la facilidad con que perdía las acciones que sus jefes les encomendaban. En primer término la de la acción. El Ejército de Putin no es ni sombra de lo que fue en algún momento: esa fuerza bien entrenada, equipada con armas modernas y, entre estas, un buen contingente de armas atómicas. Estas no sirven de gran cosa cuando un ejército se resiste a pelear, como se ha visto a la juventud rusa, dando una demostración al mundo de apatía y muy poca militancia. O de sabiduría.  Algo, en todo caso, que habla bien de la juventud rusa, que se niega a perder la vida por una causa innoble: la ocupación de Ucrania y lo que significaría para las fuerzas militares rusas. Es decir, una angustiosa demostración de la vileza que puede asumir una invasión militar: el rechazo de una población que, armada por la OTAN y, fundamentalmente, por los  Estados Unidos, resistiría la agresión y se defendería por todos los medios contra ella. El pueblo ucranio ha mostrado en estos días que un país no puede perpetrar, como quería Putin, una invasión pacífica de su territorio. Se ha defendido con uñas y dientes y lo que estamos viendo en la actualidad es una operación de humillación contra quienes, en vez de dejarse invadir, se las han arreglado para expulsar a los rusos de su territorio y reclaman a Occidente que les dé las armas que les permitan seguirse defendiendo. Es un reclamo justo, hasta que el propio Putin entienda que su concepción de Ucrania, como un pasivo apéndice de las fuerzas rusas es inactual y absurdo, y que, en todo caso, ha servido para que Europa –todo el mundo libre- haya manifestado su solidaridad con Ucrania, antes de saber que los ucranios sabían pelear y defenderse, sin dejarse intimidar por una fuerza descomunal, que no sabía ni quería pelear. No, al menos, con la buena conciencia del propio Putin, a quien, con el resultado de esta invasión,  la vida  será bastante difícil, cuando, los jerarcas del Kremlin se pongan a estudiar las consecuencias de la mal habida operación de invadir Ucrania, con el discutible resultado de encolerizar a una comunidad que no quería dejarse invadir, y a la que las intenciones rusas más bien han despertado y aguzado lo que hay que llamar un movimiento nacionalista exacerbado.

Vuelvo a lo que dije al principio. He leído todas las crónicas de los corresponsales que están allí, bajo las bombas, y cuyo testimonio es curiosamente afín: todos ellos, sin excepciones, señalan los últimos bombardeos rusos como destinados a poner fin a todo aquello con que los ucranios se disponen a enfrentar el invierno. Casas destruidas, edificios que fueron sólidos y que aparecen ahora despedazados, sistemas de calefacción deshechos o a punto de estarlo, y una ciudadanía que resiste, sabiendo muy bien que los más vulnerables entre ellos, por edad o por enfermedad, difícilmente sobrevivirán a este invierno, que amenaza con ser  más intenso y feroz que de costumbre. Frente a ello hay un gobierno que pide que se le dé al menos las armas con las que quiere defenderse. Este es un reclamo justo, de gentes que van a morir, y quienes tienen disposición deben cumplir con lo prometido. Es la única manera de ayudar a Ucrania en estos momentos y debemos estar a la altura, si no queremos que la voracidad imperialista de Putin se salga con la suya. Estados Unidos o la OTAN deben entregar las armas que han prometido y que permitan a los ucranios defenderse.

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