Varias veces en estas páginas he hablado de la tolerancia, una virtud menor que, sin embargo, en estos tiempos ha adquirido relevancia. Digo menor, porque la tolerancia –capacidad de “soportar”– es una forma inferior de una virtud más alta: el respeto –“dar su lugar a alguien”–. La frase de Voltaire lo define bien: “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

Perdido el respeto, nos queda, sin embargo, la tolerancia. Pero ¿cuál es su límite?, ¿cuándo la tolerancia se vuelve intolerable? “Decir que hay algo intolerable –pregunta Compte-Sponville– ¿demuestra siempre intolerancia? o para serlo hay que tolerar todo. Si debemos tolerar que López Obrador –cuyo “pecho no es bodega”–, despotrique contra periodistas, intelectuales, escritores, poetas, ¿por qué no tolerar también que se les censure y que incluso se les persiga, se les encarcele y se les asesine? Una tolerancia universal “sería moralmente condenable, porque olvidaría a las víctimas”. Tolerar el sufrimiento de otro o de uno mismo; tolerar la injusticia de la que uno no es víctima o de la que se es, tolerar una humillación que nos elude o que podemos dejar pasar, ya no es tolerancia, es egoísmo, indiferencia o cobardía. Podemos discutir si López Obrador tiene, como Presidente de la República, derecho a expresarse de otros con la libertad de un ciudadano común. A lo que no tenemos derecho, aunque se pudiera, es a prohibírselo. Por lo mismo tampoco alguien tendría derecho, en nombre de la opiniones y descalificaciones de López Obrador, a censurar a alguien por esgrimir y publicar posiciones o juicios contrarios a él. Aceptarlo es no sólo asentir o ser cómplice de un acto despótico. Es aceptar también que mañana se persiga, se encarcele e incluso, se asesine como ya sucede con muchos periodistas. Se empieza por quitar unas líneas, por no publicar un argumento incómodo y se termina quemando libros y personas. En esos momentos la tolerancia termina y la intolerancia se convierte en virtud. Hay cosas intolerables, como las persecuciones, los asesinatos, las desapariciones, las extorsiones, que debemos denunciar y combatir. Pero también hay lo que puede tolerarse y, sin embargo, no debemos tolerar porque es despreciable y odioso, porque abre la puerta a otras desgracias.

Toda esta disertación –no menor en estos tiempos miserables– es para decir lo que en nombre de la decencia de sus editores debería haberse publicado no aquí, en Proceso, sino en las páginas de La Jornada Semanal en la que colaboré más de 20 años con una columna que llevaba por título un verso de San Juan de la Cruz, “La Casa Sosegada”, y a la que el jueves 24 de noviembre renuncié por razones de censura.

Unos días antes, el 20 de noviembre, como lo marcan los tiempos del suplemento cultural de La Jornada, envié a mi columna el artículo “Del Evangelio y del poder”. En su primer párrafo escribí:

El Evangelio y el poder se excluyen mutuamente. Su confrontación con las potestades de su tiempo llevó a Jesús de Nazareth a ser ejecutado en una cruz. La idea de mezclarlos nació en el siglo IV, cuando Constantino I, tratando de salvar al imperio romano le dio a la Iglesia un lugar en él con el Edicto de Milán. Desde entonces, hasta la Ilustración, que separó a la Iglesia del Estado, la tentación de volver a conciliarlos ha recorrido la vida política de Occidente de muchas maneras. En México, siguiendo el modelo de las democracias cristianas, resurgió con el PAN y recientemente, bajo esa cosa amorfa que llaman populismo, en López Obrador. Su discurso –un mazacote de lecturas sociológicas del Evangelio y de manuales socialistas para párvulos–, lo ha convertido en un hombre que, como un dios providente, conjunta el poder con la perversión de la caridad: la dádiva y la clientela. Su poder, como en los tiempos más oscuros, se ha vuelto inmenso. Hace pensar en el peor Savonarola o en los inquisidores de la Colonia.

Todo el párrafo que empieza “en López Obrador” hasta “los inquisidores de la Colonia” fue, como una confirmación de lo que digo sobre Andrés, suprimido de un plumazo. Es grave. Más grave aún el que sus editores me avisaron de ello el jueves, cuando el suplemento ya estaba formado. Haberlo discutido antes conmigo habría permitido una buena polémica con ellos sobre la libertad de prensa y sus límites; sobre la tolerancia y sus fronteras; tal vez, porque sus editores son gente de cultura, sobre el respeto volteriano. Probablemente, el resultado no habría cambiado mi decisión de renunciar. Luis Tovar, su director, un buen narrador y un penetrante crítico de cine, es un obstinado defensor de López Obrador y seguramente habría ejercido su veto de editor. Yo habría entonces retirado mi columna y pedido mi derecho, como autor, de despedirme de mis lectores y dar, junto a la de sus editores, las razones de mi salida. No se hizo así. En un acto de prepotencia, contrario al decir de López Obrador que presume que en su gobierno no se censura a nadie, esgrimiendo el argumento de que querían salvar mi pensamiento dejándolo incontaminado de juicios políticos –como si la política fuera ajena a ello–, los editores de La Jornada Semanal cometieron el desacierto de mutilarlo y publicarlo así. Lo denuncio en Proceso, que siempre ha sido mi casa. Desde ella me despido de mis lectores de La Jornada Semanal preguntándome con Paul Celan en su guiño a Brecht: “¿Qué tiempos son éstos,/ cuando hablar/ es casi un crimen,/ porque ello encierra/ tanto ya dicho?”.

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