Desde hace décadas, Perú ha sido una de las economías que más han crecido en América Latina y un caos político: en muy poco tiempo se han sucedido numerosos presidentes y un alud de ministros -en constante conflicto con el Congreso-, en una sociedad fracturada entre la izquierda y la derecha. El caso más reciente ha sido la elección, por un margen mínimo, de Pedro Castillo -un maestro rural de Cajamarca- frente a Keiko Fujimori, la hija del antiguo Presidente que todavía hoy se halla en la cárcel tras disolver el Congreso e instaurar un régimen dictatorial. Hace unos días, Castillo, que mantenía un ríspido pulso con los legisladores, intentó una maniobra equivalente, aunque el inmediato rechazo de su propio gabinete y de las Fuerzas Armadas culminó con su arresto.

En la era de la polarización y de las burdas simplificaciones de la mentalidad-Twitter -la proliferación, a diestra y siniestra, de drásticas opiniones de 240 caracteres que jamás atienden ni al contexto ni a las sutilezas-, lo ocurrido en la nación andina apenas ha tardado en convertirse en otra agria disputa mexicana, donde la tosca frontera pro-AMLO y anti-AMLO se ha revertido en llamar golpistas, bien a los congresistas que destituyeron a Castillo, bien al propio Castillo que disolvió el Congreso y decretó el estado de excepción.

En los casos más extremos, hay quien ha deseado que López Obrador también logre deshacerse de los legisladores de oposición que se oponen a sus reformas y quien, en el lado contrario, ha expresado su deseo de que termine en la cárcel como Castillo.

Si en algo se parecen México y Perú, además de su pasado de capitales coloniales, es en una marca de fábrica de toda América Latina: sus sociedades fueron construidas por élites -por lo general blancas o criollas- decididas a conservar sus privilegios frente a millones de ciudadanos relegados a la marginación. No por nada somos una de las regiones más desiguales del planeta, con Estados de derecho débiles o de plano inexistentes, diseñados para garantizar la impunidad de los poderosos. En este ambiente, no cabe duda de que desde hace décadas en Perú -igual que aquí- se han batido fuerzas antagónicas, en teoría ideológicamente opuestas, que en ningún caso han logrado revertir la corrupción y la falta de justicia.

El triunfo in extremis de Castillo, proveniente de las capas más desfavorecidas del país, provino de un rechazo a quien representaba el pasado fujimorista, pero desde el principio se hizo evidente su falta de experiencia y carácter. Justo lo que él vendió como ventaja -no haber medrado en el sistema-, lo convirtió en un político torpe e ineficaz: tras romper con Vladimir Cerrón, el oscuro personaje que lo arropó para llegar a la Presidencia, Castillo cometió una torpeza tras otra y, pese a apoyos externos como el de López Obrador -uno de los pocos mandatarios que ha seguido defendiéndolo-, acabó inmerso en un laberinto sin salida, incapaz de cumplir ni una sola de sus promesas de justicia social.

Si la derecha fujimorista intentó bloquearlo desde el principio, sus propios yerros lo llevaron a quedar contra la pared en su pugna con el Congreso, empeñado en destituirlo por “incapacidad moral”: buena parte de la culpa en este doloroso sainete la tiene un sistema semipresidencial pésimamente diseñado. El Congreso no había llegado a arrebatarle el poder cuando él decidió, sin el concurso de casi ningún miembro de su gobierno, liquidar la vía democrática. Castillo, autor de un acto claramente dictatorial, ni siquiera llegó a convertirse en dictador: sin ningún apoyo de peso, su propia escolta lo entregó a la justicia.

Aunque tanto los enfebrecidos pro-AMLO como anti-AMLO querrían sacar provecho interno de la crisis andina, lo único que refleja es la dramática incapacidad moral de nuestras sociedades -y de nuestros políticos de todas las corrientes- para transformar los aviesos sistemas institucionales que siguen beneficiando solo a los poderosos -de izquierda o de derecha, según estén en el gobierno o en la oposición- y que impiden instaurar auténticos Estados de derecho y disminuir nuestras aberrantes desigualdades.

 

@jvolpi

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