Concluyen al fin estas semanas de zafarrancho electoral. Rememoremos la trama, llena de suspenso y giros inesperados: el Presidente decide transformar radical y -sobre todo- unilateralmente nuestro sistema electoral. Su idea de modificar la Constitución se estrella con una oposición reunida in extremis luego de su penoso divorcio derivado de la reforma energética -que, con la confrontación de Layda Sansores con Alito Moreno y Ricardo Monreal, daría para un jugoso spin-off.

Una enorme manifestación, convocada por la oposición y diversos actores sociales -y varios líderes impresentables-, hace visible el rechazo. AMLO, quien no tolera que le disputen el espacio público del que se apoderó hace lustros, convoca, ahora desde el poder, con todos sus recursos, una marcha más populosa. Y, ante el bloqueo, presenta una serie de cambios a leyes secundarias, con numerosos puntos contrarios a la Constitución, que sus legisladores votan sin haberlos examinado. En la Cámara de Diputados, una dócil mayoría oficialista los aprueba sin chistar, no sin antes insertar un pago a sus partidos satélite: la posibilidad de trasvasarles sus votos para que conserven el registro.

En el Senado, donde el líder de la bancada de Morena es el díscolo Monreal -un verso suelto cuyos vaivenes irritan al Presidente y a los votantes por igual-, maniobra para hacer el Plan B más presentable y al cabo se distancia del Presidente, votando en contra por su obvia inconstitucionalidad -en la tanda anterior, se había abstenido-. Cuando todo parecía listo para este postrer triunfo morenista, AMLO truena por el burdo regalo a los pequeños y amenaza con vetar su propio proyecto. El Partido Verde -un negocio que lleva décadas vendiéndose al mejor postor- recula y envía la votación al año próximo: disciplina y rebelión simultáneas.

Si no ocurre otra cosa, volveremos a esta desgastante serie en febrero. Después de tanta agitación, una pausa: tras el Mundial, nos distraen las vacaciones decembrinas, el último instante lejos de nuestra pesadilla política. La pregunta que queda es: ¿por qué todo esto? ¿Cuál ha sido la intención del Presidente de precipitarnos en este subibaja? ¿Por qué tanto empeño en un tema sin pies ni cabeza? ¿Por qué este juego perverso hacia sus fieles, sus aliados, sus enemigos y, en particular, nosotros, los ciudadanos?

En 2006, una institución, que no era la misma que la actual, validó el irregular triunfo de Felipe Calderón que, gracias a la intervención ilegal de Vicente Fox -y de todo su gobierno-, ganó apenas con el 0.56 del porcentaje de los votos. Pero, en 2018, el INE le concedió la victoria a AMLO, sin que desde entonces haya habido una sola disputa electoral, en un panorama en el que Morena gobierna la mayoría de los entidades. ¿Qué necesidad de zaherir un sistema que reconoce todas sus victorias y le ha dado al país una certeza que no había conocido nunca antes?

Hay quien piensa que, para AMLO, el 2006 ha sido una herida que no ha sanado y que sus reformas son una fría revancha contra sus artífices -o sus herederos simbólicos-. Otros piensan que su objetivo es diseñar un sistema electoral que garantice los triunfos de Morena incluso cuando él ya no esté. Y otros alegan que la reforma electoral ni siquiera le importa y solo es parte de una estrategia de polarización con vías a apabullar en 2024 -y después.

Como fuere, nos enfrentamos al capricho de un solo hombre decidido a convertirnos a todos -tanto a sus ciegos seguidores como a sus acérrimos críticos e, insisto, a los simples ciudadanos- en sus conejillos de Indias. A sus fieles, los obliga a la abyección de votar y defender leyes absurdas que no han leído; al díscolo Monreal, a definirse; a la oposición, a perder y acaso a dividirse aún más; y, a nosotros, a ser desdeñados: es claro que los ciudadanos, incluso los más pobres, no le interesan. En vez de dedicar sus últimos esfuerzos a reformas de veras importantes -a instalar al fin un Estado de derecho, por ejemplo-, nos introduce por la fuerza en su experimento. AMLO es un maligno showrunner centrado, como todos los caudillos autoritarios en su ocaso, en mirarse solo a sí mismo.

@jvolpi

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