La Constitución tiene el halo sagrado de ser la Carta Magna del régimen “emanado de la Revolución”. Y también ley suprema, de la cual derivan las otras. Lo que entra a la Constitución se entroniza al máximo nivel jurídico.
Por eso mismo, los que abogan por esto o por aquello buscan ese nivel para sus propuestas. El resultado es paradójico. Una constitución manoseada fácilmente va perdiendo prestigio. Lo sagrado es intocable.
Desgraciadamente, los políticos no ven la Constitución por encima de su política, como el marco supremo al que deben someterse; sino como un recurso modificable para el logro de sus propósitos.
La Constitución de 1917 no duró intacta más que cuatro años. En 1921 se reformó por primera vez, a la cual siguieron muchas otras.
La Cámara de Diputados tiene en la web una lista de reformas de cada artículo hasta el 29 de mayo de 2021. Quedan pocos intactos: 21 de 136. En el extremo opuesto, el artículo 73 (sobre las facultades del Congreso) ha sido reformado 85 veces. En cien años (1921-2021), los 136 artículos acumularon 763 reformas: casi ocho por año.
La constitución de los Estados Unidos también ha sufrido enmiendas desde 1789, cuando entró en vigor. Pero han sido 27 en 233 años: 12 por siglo (no 763, como en México).
Según el Instituto Belisario Domínguez del Senado, la Constitución original (1917) tenía 21,382 palabras. La de 2018 ya iba en 111,783: cinco veces más. Y 25 más que la americana (4,543 palabras).
Hay una relación entre brevedad y estabilidad. La brevedad impide el detallismo. El detallismo multiplica las oportunidades de cambio: favorece la inestabilidad.
Nuestra Constitución es prolija. Entra en detalles que no parecen dignos de una Carta Magna, sino de un reglamento de tránsito. Por ejemplo, el larguísimo artículo 123 (de 19 páginas) dice lo fundamental en el primer párrafo: “Toda persona tiene derecho al trabajo digno y socialmente útil; al efecto, se promoverán la creación de empleos y la organización social de trabajo, conforme a la ley.” Pero, a continuación, se extiende en detalles que pudieran estar en la Ley Federal del Trabajo.
Ante el exceso de parches, se ha pensado en reescribir todo desde cero: hacer una nueva constitución. Cabe soñar en una tan breve, clara y concisa, que todo ciudadano pueda comprenderla y memorizarla. Pero el intento sería contraproducente. Organizar otro congreso constituyente desataría una guerra de intereses (políticos, económicos, sociales y extranjeros) de consecuencias impredecibles.
Venustiano Carranza, que organizó el Ejército Constitucionalista (1913), llegó al poder (1914) y convocó el Congreso Constituyente de México (1916), quería únicamente reformar la Constitución de 1857. Pero el proyecto se le fue de las manos, tomó vida propia y se transformó en algo inesperado: la Constitución de 1917.
El Código de Hammurabi fue de las primeras legislaciones formuladas por escrito. Quedó cincelado en basalto para siempre y a la vista de todos. Ni Hammurabi podía modificarlo. Ventaja indudable, frente a las veleidades del poder personal, que hoy dice una cosa y mañana otra. Pero los siglos no pasan en vano. Las sociedades evolucionan. El Código de Hammurabi terminó como pieza del Museo del Louvre.
La Constitución mexicana no está escrita en basalto, sino en plastilina. Cambia constantemente. Es farragosa y no muy fácil de entender. Requiere expertos en interpretarla, que no siempre están de acuerdo. Es imposible que todos los ciudadanos la comprendan y se la sepan de memoria.
Hay que pensar en una meta más modesta: estabilizar la Constitución, frenando poco a poco la frecuencia de momentos de cambio. No es utópico. El mero hecho de que 21 artículos no han cambiado desde 1917 demuestra que, en algún grado, la estabilidad es posible.
Una manera de empezar sería reducir las sesiones legislativas extraordinarias (fuera del calendario) a una por sexenio. Y la aprobación de reformas constitucionales a uno de los dos períodos legislativos anuales.
Parece poco y lo es. Pero, reducir a tres meses cada año la oportunidad de hacer cambios, obligaría a prever, fijar prioridades y buscar soluciones sin reformar la Constitución. Focalizaría la atención legislativa y presidencial. Reduciría el número de reformas a las más necesarias. Estabilizaría.