Por: José Miguel Wisnik para The New York Times
Pelé una vez confesó que un enigma lo atormentaba desde hace mucho tiempo, uno que solo se podría desentrañar cuando se encontrara cara a cara con Dios. Entonces podría pedir una explicación.
Lo que lo afligía era un sentimiento de doble identidad: estaba “Pelé”, la leyenda deportiva viva más grande del mundo en el siglo XX, pero también “Edson Arantes do Nascimento”, el tipo común y corriente cuyo trabajo era ver por Pelé, asumiendo el peso de su existencia casi sobrenatural. Pelé, quien murió el jueves a los 82 años, sentía, quizás con algo de humor, que merecía algún tipo de respuesta sobre por qué le habían dado este doble destino: tener un estatus divino a los ojos del mundo y, sin embargo, sentirse demasiado humano. Dado que en él coexistían tanto un semidiós encarnado como la más simple de las criaturas, cuando falleciera, se preguntaba, ¿quién perecería?
Cualquiera que lo haya visto jugar no tendrá ninguna duda de que Dios realmente le debía una explicación. Pelé, la figura más consumada y luminosa de la perfección que jamás haya honrado con su presencia una cancha de fútbol, se hizo famoso muy joven, al principio sin darse cuenta de su excepcionalidad. Su meta más personal, según él mismo dijo, era alcanzar la grandeza malograda que pudo ver en su padre, un jugador admirable pero poco conocido, para redimirlo de una carrera futbolística fallida. Antes de darse cuenta, se convirtió en el ídolo máximo del deporte más popular del planeta, irrumpiendo con estruendo en la Copa del Mundo de 1958, cuando tenía 17 años.
Todo esto pertenece a una era de inocencia en el deporte que ya no existe. Los partidos de fútbol se retransmitían por la radio, por lo que inmediatamente se transformaban en historias orales, cargadas de leyenda y mito. La carrera de Pelé se sostuvo primero en la radio y luego en la televisión, en donde cimentó su fama en 1970, cuando la selección brasileña consiguió su tercer título de la Copa del Mundo. No existe un registro visual de gran parte de su carrera, incluidos algunos de sus mejores goles. Pero durante la década de 1960, Pelé fue conocido de manera unánime como el Rey del Fútbol, reforzando su majestuosidad con la nobleza genuina de quien entendió el valor de su celebridad para cada devoto con el que se identificaba.
Nadie más combinaba su velocidad y talentos en el arte del regate, la habilidad de tirar con ambos pies, su juego por aire y por tierra preciso y letal, un sentido mágico de sincronización con el balón, una comprensión instantánea de lo que sucedía a su alrededor, todo sustentado en un atletismo recio y rigurosamente equilibrado. Aun así, el efecto Pelé no es solo una suma, por singular que sea, de destrezas cuantificables.
Un poeta dijo una vez que Pelé parecía arrastrar con él la cancha hacia la portería contraria, como una extensión de su propia epidermis. Un filósofo concedió, en broma, la posibilidad de vislumbrar en él destellos de lo Absoluto. La belleza e inteligencia de su cuerpo en movimiento, además de su ojo de águila y la imprevisibilidad de sus regates, hacían que Pelé pareciera estar en una frecuencia distinta a la de los otros jugadores, parecía que veía en cámara lenta el partido que disputaba a gran velocidad, mientras que los jugadores a su alrededor parecían ir en reversa.
El fenómeno se descubrió muy pronto y fue celebrado en todos los continentes, mucho antes de que se introdujeran campañas de mercadotecnia a gran escala. Es que su existencia se conecta con el mundo por medio de una alineación simbólica de naturaleza diferente. Más allá de ser reconocido y venerado en los círculos tradicionales del fútbol europeo, este hombre negro y afable, embajador de un país periférico y operando en un lenguaje no verbal, fue percibido, celebrado y venerado en los rincones más diversos del mundo como la afirmación vívida de que hay una grandeza más importante que cualquier superioridad política y económica.
En Brasil, la llegada de Pelé al escenario mundial coincidió con la nueva capital del país, Brasilia, fundada en 1960 con una arquitectura revolucionaria, y el éxito de la bossa nova. Se ha dicho que un gol de Pelé, una de las curvas de Oscar Niemeyer o una canción de Tom Jobim interpretada por João Gilberto eran como una “promesa de alegría” de un país exótico y marginal que parecía ofrecerle al mundo una transición suave pero profunda de lo popular vernáculo al arte moderno pero sin los costos de la Revolución industrial. La dictadura que llegó después, a partir de 1964, dio señales, recurrentes y que persisten hasta hoy, de que ese paso no era tan directo ni tan sencillo, por decir lo menos.
Pelé, quien se conducía con los preceptos de la sociabilidad brasileña tradicional, que enmascaraban el insidioso racismo estructural y la desigualdad social, no adoptó la rebeldía altiva de Muhammad Ali, ni los febriles serpenteos políticos del argentino Diego Maradona, ni siguió el estilo carnavalesco y el arco trágico de Garrincha, la otra gran estrella brasileña de su generación. Más bien, siguió siendo un testigo tácito y extraordinario de la negritud en acción.
Maradona, más dionisiaco, politizado y mercurial que Pelé, nunca dejó de ser Maradona, a costa de ser consumido por las llamas de su esplendor y caída. Maradona, al prescindir de cuestionar a Dios, se concibió a sí mismo como Dios y, al mismo tiempo, como sus propios demonios retorcidos. Garrincha y Maradona ascendieron y cayeron sin poder desvincularse de esa experiencia.
Pelé, por su parte, tenía a Edson. Entre los genios de nuestro tiempo, a él lo protegió su doble, quien asumió las contingencias de la vida y los dramas personales con una escala menor. Incluso si las generaciones más jóvenes nunca tuvieron oportunidad de enfrentarse cara a cara con su aparición magnífica e indescriptible en la cancha, gracias a su ángel guardián, Pelé se salva de la ruina y sigue siendo inmortal en vida.
Quizás Dios, si existe, le dé una explicación.
c.2022 The New York Times Company