La división de poderes constituye la garantía de supervivencia de cualquier sistema democrático, puesto que a través de su existencia se limita al poder público y se evita la comisión de abusos por parte de la autoridad, en beneficio del bien común. Montesquieu propuso una nueva división de poderes del Estado para ser ejercidos en tres partes, a través del ejecutivo, el legislativo y el judicial, con el objetivo de contener al absolutismo monárquico, el gobierno de un solo hombre.
La Constitución de Cádiz de 1812, redactada en buena parte con las ideas de la Ilustración y de la Declaración de los Derechos del Hombre, que influiría en la Constitución de los Estados Unidos de América, fue una fuente de inspiración para el constitucionalismo latinoamericano del siglo XIX.
Evolucionamos política y jurídicamente a través de la proclamación de la Constitución de Apatzingán, que nunca entró en vigor. Promulgamos la Constitución Federal de 1824, pero no sería sino hasta la Constitución de las 7 leyes de 1836, cuando se dio un violento golpe de timón del que surgiría, nada más y nada menos, que “El Supremo Poder Conservador”, un cuarto poder, con facultades para revocar leyes o normas, actos judiciales y sentencias del Poder Legislativo o del Judicial, así como para dejar sin efectos resoluciones del propio poder Ejecutivo. Sobra aclarar que López Obrador parecería ser, hoy en día, un feliz integrante del constituyente del siglo XIX, porque se propone crear un nuevo Supremo Poder Conservador, centralista, retrógrado y suicida, capitaneado por él mismo, como el supremo líder conservador de nuestros tiempos, decidido a someter a los otros dos poderes de la Unión con arreglo a amenazas de diversa naturaleza, además de chantajes, extorsiones, timos e intimidaciones.
A las 7 Leyes, siguieron las Bases Orgánicas de 1843, la Constitución de 1857 y de la 1917 que incluían, claro está, la división de poderes y la prohibición de la concentración del poder en una sola persona o corporación, sin embargo, me resulta inadmisible e indigerible que, en la actualidad, el artículo 80 de nuestra Constitución establezca lo siguiente: “Se deposita el ejercicio del “Supremo” Poder Ejecutivo de la Unión en un solo individuo, que se denominará “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos”.
¿Supremo? ¿Cómo que supremo? ¡Claro que AMLO se tiene que sentir encantado con que él sea el titular del “Supremo Poder Ejecutivo” y con ese mismo criterio ha intentado, solo en algunos casos con notable éxito, destruir nuestros organismos autónomos, garantes de nuestra democracia y de nuestro desarrollo económico y social, como el Banco de México, INE, CNDH, INEGI, COFECE, IFT, INAI, FGR y CONEVAL!
AMLO desprecia a pensadores de la talla de Aristóteles, Locke y Montesquieu, entre otros tantos más, de la misma manera que desdeña los esfuerzos de la humanidad por conquistar la libertad y la democracia. Menosprecia nuestra dolorosa historia política, así como la Constitución de Cádiz de 1812, las ideas de la Ilustración, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, para ya ni hablar de la Constitución de 1857, e ignora, a diario, la de 1917, mostrando una conducta ultramontana, propia de quien sueña con ser el titular del Supremo Poder Conservador del siglo XIX.
Posdata: Felicito efusivamente a la ministra Norma Piña como presidenta de nuestro máximo tribunal. Rescatamos a uno de los poderes de la Unión, sí, pero en el 2024, la ciudadanía habrá de arrebatarle a la pérfida 4T, la mayoría simple en el Congreso de la Unión para mandar a Morena y a sus secuaces al gran basurero de la historia patria.
Envidio, lo concedo incondicionalmente, el sistema parlamentario inglés porque, después de tan solo 45 días de intentar gobernar al Reino Unido, Liz Truss, como primera ministra del Reino Unido, fue largada por incapaz del poder. ¿Por qué soportar a nuestros “supremos” presidentes con complejos de grandes Tlatoanis Huey, durante 6 interminables y agónicos años? Evolucionemos. ¿No funciona después de un breve período de gracia? ¡Fuera del poder presidencial!