Acabamos de celebrar el año nuevo, un acontecimiento que se enmarca en la festividad de la Navidad que concluirá el 6 de enero. Más que ésta, la de fin de año está puntuada por el deseo y la alegría desmedida de que el año que se inicia arrasará con los males de ayer y será mejor. Hay, sin embargo, en el fondo de ese jolgorio que frisa la trivialidad, la huella de una virtud: el humor. Quizá la tendencia a confundirlos sea una de las causas de muchos de los males que padecemos y que, pese a nuestros buenos deseos, se agravarán.
El humor no es la fugaz algarabía que nos saca de nosotros mismos y cuando concluye nos arroja de nuevo a las angustias y sinsabores de lo real, a la seriedad de la vida, sino un estado profundo del alma que Jankélévitch define como “la cortesía de la desesperanza”.
“Sea serio –solía decirme uno de mis mejores maestros, Rubén Salazar Mallén–, pero nunca se tome en serio”. “Es descortés –agrega Compte-Sponville– darse importancia. Es ridículo tomarse en serio. Carecer de humor es carecer de humildad, de lucidez, de liviandad, es estar demasiado lleno de uno mismo (…) es ser demasiado severo o agresivo y adolecer por ello de generosidad, de dulzura, de misericordia (…)”.
Casi siempre los políticos, los hombres y mujeres de poder, y la gente ideologizada, carecen de él. Ciertamente ríen. Pero su risa por lo general no es la del humor. Tampoco la de la alegría despreocupada, sino la de la ironía y, sobre todo, la del sarcasmo, que no son virtudes. Son, por el contrario, armas que casi siempre se dirigen contra alguien. La palabra “sarcasmo” –“rasgar la carne”, “desollar”– lo expresa mejor que la de “ironía” –un disparo encubierto–. “Es la risa mala, destructora; la risa de la mofa que hiere y puede matar (…), la del odio y el combate” que carece de límites y se vuelve monstruosa. Es la risa con la que López Obrador se burla de sus “adversarios” todos los días, la risa con la que muchos legisladores responden y se devoran entre sí, la que brota de los bots y de las redes sociales, la que resuena en los mensajes que el crimen organizado suele dejar sobre los cuerpos de sus víctimas; la risa que recuerda el sonido chillón de las hienas cuando están nerviosas, se sienten amenazadas o un congénere quiere disputarle su carroña. Es la expresión del desprecio, la codicia y la condena; la manifestación de quien se toma en serio y desconfía de la seriedad del otro; la del fanático.
El humor, que tiene una dosis de alegría, es, en cambio, humilde: “se ríe –vuelvo a Compte-Sponville– “de sí mismo” o, siguiendo el principio evangélico, “del otro como de sí mismo”. Tiene algo de la carrilla entre amigos. No hay en él la soberbia del sarcasmo ni el disimulo de la ironía, porque al atentar contra la seriedad absoluta, lejos de agregar más odio, sufrimiento y desprecio, introduce algo de dulzura al peso del mundo. El sarcasmo “hiere; el humor alivia”; el sarcasmo “puede matar; el humor ayuda a vivir”; el sarcasmo “es despiadado y humillante; el humor, misericordioso y humilde”; el sarcasmo “quiere dominar”, tener la razón; el humor, en cambio, nos libera de nosotros mismos, del amargo peso del yo y de su pretensión de infalibilidad. No le quita densidad a lo real, pero lo aligera un poco. “Tengo estos principios, pero si no le gustan, tengo otros”, decía Groucho, el verdadero Marx. “¿Le duele?”, pregunta el médico a un hombre atravesado por un puñal. “Sólo cuando me río, doctor”. El humor genuino está hecho así de dolor y empatía en la debilidad, en el desamparo, en la fragilidad, en la angustia, en la pequeñez, incluso en la vanidad. Nace del amor a uno mismo y a los otros. Contrario al sarcasmo y a la ironía que, decía Christian Bobin, “es una manifestación de la avaricia; el crispamiento de una inteligencia que aprieta los dientes antes de soltar una alabanza”. “Prefiero equivocarme con la ministra –dijo López Obrador ante el evidente plagio que Yasmín Esquivel hizo en su tesis de licenciatura– que darle la razón” a Guillermo Sheridan y a la verdad que hizo visible. “El humor, a la inversa, es una manifestación de la generosidad: sonreír de lo que amamos es amarlo dos veces más” o, agrega Compte-Sponville, “amarlo mejor, con más ligereza, más ingenio, más libertad”. Al moverse entre el sentido y el sinsentido, el humor está del lado de la vida; es el justo medio entre la seriedad y la ligereza. “Demasiado sentido no alcanza a ser humor”, termina en el sarcasmo; demasiado sinsentido, en la frivolidad y el nihilismo. Ambos, en la medida en que los extremos se tocan, concluyen en el crimen o en su justificación.
Si los políticos tuvieran humor no padeceríamos el estado de crispación y violencia con el que cerramos y abrimos el año o lo padeceríamos menos. Pero es imposible pedírselos. Son gente que se toma demasiado en serio. Su universo es el de la severa arbitrariedad de los dioses que no ríen y cuando ríen es para humillar a los hombres. Nos aguardan tiempos peores. Por lo mismo recuperemos el humor. No cambiará las cosas. Pero nos preservará de envenenarnos con el odio y el desprecio que destilan los políticos, los criminales, los dioses, los inquisidores y los imbéciles. Tal vez nos acerque un poco al amor del que quieren despojarnos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.