El primer año, el recién llegado necesita deslindarse del pasado, se decide por unas cuantas medidas espectaculares y empieza a consolidar su poder; el segundo, acentúa su influencia e imprime su sello personal; el tercero, se empeña en demostrar su popularidad en las elecciones intermedias; el cuarto, intenta dejar todo atado para su eventual sucesión y, en el quinto, decide quién habrá de reemplazarlo: es, paradójicamente, su cenit y el momento de su irremediable claudicación. El sexto año de gobierno no solo suele ser una prolongación anticlimática, sino una fuente de conflictos, crisis y desastres: el precio a pagar por cinco años de un poder casi absoluto.
Así era, más o menos, la lógica del priismo hegemónico: la vida del país -y, por desgracia, la de todos sus habitantes- marcada a fuego por este tiempo sexenal en el que México estaba obligado a reinventarse una y otra vez. Todo el sistema posrevolucionario, con su relativa estabilidad, se basaba en este principio: continuidad a partir de una ruptura pactada cada seis años. No deja de resultar abrumador que, pese a los veintitrés años transcurridos desde nuestra incompleta transición a la democracia, la esencia del modelo no haya cambiado demasiado. Igual que entonces, el presidente López Obrador ha disfrutado de un enorme poder personal -acentuado, además, por su propio perfil autoritario- que está a punto de perder. Por más que la 4T se asuma como un quiebre, nos aventuramos en un quinto año no muy distinto de los que le precedieron: el punto más alto de su gobierno y, a la vez, el inicio de su final. Porque una cosa es nítida: una vez que haya candidato o candidata oficial, él perderá el control casi unívoco que posee.
En su afán por distanciarse de sus predecesores, AMLO construyó en estos cuatro años un sistema que rememora con nostalgia aquel priismo. Las diferencias, por supuesto, son notables: su victoria fue arrasadora y democrática y el poder se encuentra mucho más pulverizado que en las épocas de Ruiz Cortines o López Mateos o incluso de Salinas de Gortari o Zedillo, pero aun así los parecidos resultan evidentes. Este año el líder elegirá a su sucesor o sucesora, aun si en vez del dedazo se recurrirá a una encuesta a modo: en vez de tapados, López Obrador ha optado por contar con destapados, las tres “corcholatas” -un término aún más desdeñoso-, que en el fondo se reducen a dos: Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard. Consciente de que la polarización en dos bandos ponía en peligro a su movimiento, construyó una tercera candidatura solo para que el derrotado tenga menos posibilidades de romper.
Todos los signos que él ha expresado de manera rotunda y abierta apuntan a que la elegida será la jefa de Gobierno de la Ciudad de México: su heredera política, a quien le permitirá la irremediable distancia que habrá de imponerle una vez que ella ocupe la Silla del Águila.
Por supuesto, el Presidente se ha empeñado en asegurarle al canciller que la competencia será pareja, pero en realidad ha hecho hasta lo imposible por mantenerlo apartado del país y de cualquier oportunidad de campaña, en tanto su rival aprovecha cada ocasión para asentar su primacía. El juego del Presidente parece obvio: llevar la contienda hasta un punto en el que a Ebrard ya no le convenga inconformarse o rebelarse, resignado a repetir el papel que Manuel Camacho, su preceptor, desempeñó con Carlos Salinas: como entonces, debería saber que la herencia no se otorga a los hermanos, sino a los hijos.
El otro parecido de este quinto año con los postreros tiempos de la hegemonía priista es el obtuso lugar de la oposición: un conjunto de partidos aún más desprestigiados que Morena que cargan a cuestas con la guerra contra el narco de Calderón y la corrupción endémica de Peña, sin una sola figura de prestigio capaz de aglutinar el descontento contra López Obrador. Si no ocurre una sorpresa mayúscula -y los quintos años suelen tenerlas-, se verificará una vez más esta tradición nacional y la última gran demostración de poder del Presidente consistirá en la designación de su sucesora.
@jvolpi