El novio de Glafira, la hija de don Poseidón, se presentó ante el acomodado granjero a pedirle autorización para sostener relaciones formales de noviazgo con la muchacha. El severo genitor le preguntó al solicitante: “Dígame, joven: sus intenciones hacia mi hija ¿son buenas o malas?”. “¡Ah! -se alegró el boquirrubio-. ¿Puedo escoger?”. A veces la señora vida se porta bien y busca algún pretexto para llevarme a Madrid. Visito entonces dos lugares a mi corazón dilectos (bella frase). Uno es el Museo del Prado, la casa del señor don Diego, pintor del mejor cuadro que en la historia de la pintura se ha pintado: Las Meninas. No olvido la máxima de Víctor Hugo: “El arte es la región de los iguales, y la obra maestra es igual a la obra maestra”. Pienso, sin embargo, que la gran tela de Velázquez es superior en su concepción y hechura a la Gioconda de Leonardo y a la vasta escenografía que en la Capilla Sixtina esculpió con sus pinceles Miguel Ángel. Ciertamente las producciones de los italianos han tenido más  prensa que la del español, pero en opinión de muchos Las Meninas no es una pintura: es La Pintura. En ella don Diego pintó el aire. Debe uno resistir la tentación de entrar al cuadro. Si yo no lo hago es por temor al mastín que el artista, precavido, puso en su obra para que la cuidara. El otro sitio al que en Madrid no falto es el Café Gijón. Voy a él porque en una de sus mesas Enrique Jardiel Poncela escribió “Una noche de primavera sin sueño”, deliciosa comedia en la que aparecí cuando por ser joven hacía cosas muy importantes, como actuar en teatro. Recuerdo una sentencia que el comediógrafo puso en sus diálogos: “Si te dan una cesta de manzanas separa las podridas de las sanas”. Guillermo Sheridan prestó un invaluable servicio a la República, por el cual merece reconocimiento y solidaridad. Su denuncia sobre el presunto plagio -lo de “presunto” es un decir- de la tesis de Yasmín Esquivel fue factor determinante para evitar que López Obrador se apoderara de la Suprema Corte de Justicia a través de su incondicional ministra, la abogada Yasmín Esquivel, a quien pretendía imponer como Presidenta del máximo órgano judicial de la nación. (Lo de “abogada” es otro decir). Me apena la ambigüedad mostrada por las autoridades universitarias en un caso que bien merece el calificativo de bochornoso. Parece que a los encargados de castigar ese punible acto que tienen todos los visos de corrupción académica les tiembla la mano ante el poder presidencial, y permiten que la protegida del caudillo salga libre de polvo y paja, para desdoro de la Corte, desprestigio de la Universidad e indignación de los ciudadanos. ¿Por mi raza callará el espíritu? ¡Qué pena!… Candidito era un ingenuo joven que nada sabía acerca de la vida, la cual tiene muchas cosas que es necesario saber. Conoció en la calle a una cierta dama que lo llevó a un hotel de sospechosa catadura, pues al entrar les dieron un jabón chiquito y un rollo de papel higiénico. En la menguada habitación cedió Candidito a los impulsos de la naturaleza e hizo en la mujer obra de varón. Al final del nunca usado trance Candidto se consternó. Lleno de pesadumbre le dijo a su pareja: “¡Perdóname, Amatista! (Así le había dicho ella que se llamaba). ¡Me dejé llevar  por el deseo de la carne, y mancillé villanamente tu pureza y tu virtud! Dime: ¿qué puedo hacer para reparar mi falta?”. Respondió la fémina, expedita: “Cuatro billetes de 500 pesos serían suficientes para lograr esa reparación”… (Decía el tío Fico (Pacífico): “Un problema que se puede arreglar con dinero no es problema”). FIN.
 

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