Por: Guillermo Sheridan

Recientemente comenté la decisión tomada en la UNAM para incluir en su normativa la prevención del plagio como requisito para todo procedimiento de titulación. Celebré que lo hiciera, pues en el ámbito académico el plagio es la más baja forma de corrupción: no sólo es un robo, sino también una usurpación de la personalidad y un agravio a los derechos humanos del plagiado. 

La celeridad y contundencia con que la UNAM concluyó que la pasante Esquivel plagió su tesis fue ejemplar. Fortaleció así el ánimo de los buenos universitarios por hacer bien su trabajo y disuadió a quienes ven a la universidad como un trámite hacia la profesionalización de su inmoralidad. Desde luego que la UNAM, como toda institución educativa, no es inmune a la voluntad de un miembro dispuesto a cometer fraude académico. Como toda universidad, se atarea en formar estudiantes competentes e íntegros, un empeño cuyo único límite es la personal disposición de esos estudiantes para convertir tales valores en una conducta personal.

Será un proceso lento, toda vez que la Universidad debe obrar con una probidad de la que carecen quienes, precisamente, atentan contra su misión. Habrá reglamentos que revisar, y muy a fondo. Ha sido extraño advertir que al parecer no existen en la reglamentación universitaria disposiciones específicas contra el plagio, un resabio, quizás, de tiempos en que la idea misma de cometerlo era impensable. Ahora será inevitable: si la UNAM decidió vigilar, deberá castigar.

No es nuevo el interés de la UNAM y los universitarios en el problema. Al contrario, ha divulgado masivamente material como el folleto Plagio y ética (2018) que puede leerse en línea. También lo estudia, como en los trabajos de Héctor Vera, del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación. A mi parecer, Vera es el universitario que más y mejor ha estudiado el asunto, por ejemplo, en un artículo tan relevante hoy: “El plagio y la autonomía de las instituciones académicas” (en línea) en el que revisa las flaquezas de su marco jurídico para lidiar con el plagio y aporta buenas ideas para corregirlo. Supongo que la UNAM aprovechará su sabiduría para la cruzada que ha emprendido.

Otro académico interesante es Javier Yankelevich. Sus ideas sobre el plagio como robo y como fraude, en su artículo “Mapas prestados para entender el plagio académico” son inteligentes. También en línea se halla “¿Judicialización del plagio?”, artículo especialmente vigente hoy. Describe cómo, ante El Colegio de México que sentenció su plagio, una plagiaria tramitó un amparo argumentando que la institución “no era competente para resolver una controversia de plagio académico”. Tal cual. Algo que recuerda cómo Gertz Manero se amparó una y otra vez durante años contra el Conacyt por no haberle otorgado ingreso al SNI, hasta que llegó “el Conacyt de la 4T” y le hizo justicia.

En fin, que poner al poder judicial por encima de las normas éticas que se dan las instituciones académicas (como también lo ha hecho “el Conacyt de la 4T”), no augura nada bueno para el futuro de la inteligencia nacional. Pero eso es lo que, en su superior sabiduría, ordenó ayer el Líder Supremo en su mañanera cuando, luego de agredir una vez más a la UNAM, le exigió que judicialice el problema ético del plagio académico involucrando al ministerio público.

Fue un curioso giro en alguien a quien no le gusta que le vengan “con que la ley es la ley”; en alguien convencido de que la ley es menos importante que la justicia. Pues bien, en este caso, en el que tal cosa sí es cierta, prefirió lo contrario.

 

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