Dediqué mi vida a los jóvenes en condiciones de vulnerabilidad; ya en barrios o en escuelas o en universidades y como experiencia de vida, sostengo que es posible construir proyectos de vida exitosos que provoquen una vida plena y de felicidad, cuando hay ambientes preventivos plenos de amor. Pero cuando no hay límites, reglas, valores, todo se pierde. El niño aprende desde esa edad temprana, que puede “tomar la medida a los adultos” y asimila pronto, que el mundo no tiene reglas y todo se permite, incluso, matar.
Ya en la casa como en la escuela, el trabajo o en la vida social, el joven que de niño no tuvo principios, y que estuvo rodeado de un ambiente de abandono, violencia y pobreza, cae rápido en la tentación y realidad de probar las conductas de riesgo y las adicciones. Aún en ambientes de gente con dinero, los jóvenes que no tuvieron el círculo del amor que da la familia o figuras importantes que les den ejemplos, son los potenciales delincuentes. También el abandono y la violencia intrafamiliar se refleja en enfermedades mentales, sí. Pero las conductas antisociales son el reflejo directo del abandono que hemos tenido como familia y como sociedad.
Es más fuerte el ambiente positivo, de redes de amor y fraternidad, que la misma genética. Contra lo que pudiera pensarse, la sociedad puede rescatar a los jóvenes que tienen los mínimos de una carga genética de bondad. Son los proyectos positivos que se dan en escuelas, barrios, núcleos familiares, lazos vecinales, grupos juveniles, iglesias, los que permiten brincar a los jóvenes de la desgracia del crimen y la desesperanza. Esto es, que los abrazos, sí sirven, son necesarios, los necesitamos.
Solo que antes de los abrazos, siempre debe haber reglas. Las que definen los padres. Los que establece la institución educativa. La que dan las leyes sociales en una comunidad. Las que la empresa plantea desde su Misión. El niño o el joven que no tiene reglas basadas en valores que aprende en la casa, siempre las rechazará y romperá el orden social. Ofrecer abrazos sin reglas, es formar a niños sin límites que el día de mañana serán delincuentes reales. Por eso, la cultura mexicana, tan permisiva, la tan sin reglas, la que evita la ley, nos ha dado como resultado, a una sociedad que tolera e incluso ahora, hace apología del delito, pues acepta que el gobierno mismo, no respete la ley. “No salgan con que la ley es la ley” como lo dice el propio presidente AMLO.
El presidente AMLO, con su pedagogía de “abrazos no balazos”, formalizó la estrategia de tolerar al crimen organizado. Con propósitos nobles de privilegiar primero a los pobres, creó un discurso populista para cautivar al pueblo de que el gobierno puede dar todo a quien lo necesita; que puede exentar del pago de la energía eléctrica y que debe exigirle al gobierno becas o préstamos, sin la obligatoriedad de devolverlo. Los educadores coinciden en que toda dádiva que se entrega sin algún compromiso a cambio, genera dependencia y comodidad.
Tener a un Presidente que ataca a adversarios y da la mano al crimen; que incita al pueblo al odio contra cualquiera que tiene dinero o estudios, que genera discursos de división en todo espacio y tiempo, contribuye más a esta cultura de la permisividad, donde el gobierno debe ser el proveedor generoso que, a cambio de votos, está obligado a entregar dádivas, sin la mínima cultura del esfuerzo por parte de la gente. Pero afortunadamente, AMLO, el Presidente del odio, se va el año próximo. Y el País se merece a una Presidenta generosa, de concordia, que entusiasme al pueblo al trabajo; a los jóvenes a la superación; a que se forme en esta cultura aspiracionista de soñar un mundo mejor; que nos convoque a todos a esa posibilidad de construir una sociedad más justa hecha por todos; que llene su discurso de esperanza y capacidad de trabajo; que incite a estudiar, a trabajar, a emprender. Que reparta préstamos que generen capacidades y organización popular, no dependencia.
Deberá llegar, alguien que, por fin, deje de echar culpas al pasado y a sus adversarios, para reconocer que solo juntos, lograremos el País maravilloso que nos prometimos desde el movimiento del 68, en ese sueño donde los abrazos sean la expresión de la reconciliación, no el pretexto para claudicar frente a los criminales.