En su reciente Desigualdad. Una historia genética, el genetista español Carles Lalueza-Fox afirma que tenemos muchas más posibilidades de ser descendientes de reyes, conquistadores, señores feudales y, en suma, de los grandes villanos de la historia, que de campesinos, pueblos conquistados y, en resumen, de sus víctimas. La razón es evidente: al menos desde que dominamos la agricultura e inventamos la propiedad privada, a los hombres de los pueblos o de las clases sometidas les resultó mucho más difícil reproducirse que a quienes los dominaban, fuese porque eran sistemáticamente eliminados o convertidos en esclavos, en tanto los amos se aprovechaban de sus mujeres.
Cargamos en nuestros propios cuerpos un estigma primordial: una pertinaz historia de injusticia. Podría decirse que la historia de la humanidad es la historia de esta apabullante desigualdad. Mientras los humanos fuimos cazadores-recolectores, el nacimiento no implicaba una ventaja o una desventaja frente a los demás miembros del clan: ante la incertidumbre del medio, aquellas sociedades eran más o menos igualitarias. Una vez que nos establecimos en lugares fijos y fue posible acumular alimentos, no solo se estableció un implacable sistema patriarcal, que convirtió a las mujeres y a los hijos en propiedad de los machos dominantes, sino que dividió a estos mismos en distintas categorías de las cuales era casi imposible escapar.
A partir de ese momento, siempre hubo hombres que, a fuerza de alianzas y mitos -de ficciones útiles-, se encargaron de explotar a los demás, construyendo sociedades cada vez más complejas y a la vez más estratificadas. El azar del nacimiento se convirtió, así, en una especie de destino: ver la luz en el pequeño grupo dominante implicaba privilegios que no disfrutaba la mayoría que lo hacía en los rangos o castas inferiores. Poco importaba que los poderosos fueran unos cuantos y los desposeídos muchos más: rara vez las rebeliones contra el férreo control social tuvieron éxito.
La historia de la humanidad, desde entonces, ha implicado la feroz lucha de quienes nacen con privilegios por conservarlos a toda costa y de quienes no los tienen -o tienen muchos menos- para arrebatárselos o, al menos desde la invención de la democracia, por conseguir ciertas condiciones de igualdad: que el nacimiento no implique, por fuerza, una desventaja imposible de vencer. Quedamos escindidos, así, entre dos fuerzas antagónicas: quienes buscaban -y aún buscan- retener sus ventajas y quienes aspiran a arrebatárselas o, al menos, a equilibrar el juego. No es difícil identificar en estos dos bandos a los que seguimos identificando con la derecha e izquierda: si continúan existiendo, pese al aparente descrédito de las ideologías, es porque después de milenios de escaramuzas, guerras y revoluciones, aún se mantiene esa desigualdad primordial. En pleno siglo XXI, el mero hecho de nacer con cierto género, de un lado de una línea imaginaria -una frontera- o en cierto barrio -meros golpes de suerte- implica posibilidades de vida y desarrollo radicalmente distintas. Y lo peor es que todavía hoy muchos de quienes no han hecho otra cosa que nacer en esos hogares privilegiados continúan creyéndose superiores por razones de sexo, raza, nación, etnia, creencias o clase social.
Por ello resultan tan valiosas aquellas instituciones -no demasiadas- que en verdad luchan contra los oprobiosos desniveles derivados no del mérito, sino del nacimiento. La igualdad ante la ley y el Estado de derecho -que en México no existe- deberían ser dos pilares básicos. Resulta asimismo necesario que los ricos paguen más impuestos, en particular sobre las herencias. Y, desde luego, se impone impulsar y defender la sanidad y la educación públicas -y, en particular, universidades como la UNAM-, los más eficaces niveladores sociales, contra cualquier amenaza, sobre todo si proviene de quienes solo combaten la desigualdad con avalanchas de palabras.
@jvolpi