Para un político populista, sea éste de derecha o de izquierda, la razón nunca será bienvenida. Un populista exitoso es por necesidad un megalómano superlativo, por lo que es incapaz de encontrar el justo medio. En cualquier disputa intelectual, sus razones son siempre mejores a las de los otros, por más fundamentadas que sean las de ellos y por más estultas que sean las suyas.
Hace un par de años escribimos lo anterior en este espacio a propósito de Donald John Trump, Hugo Rafael Chávez, Jair Messias Bolsonaro y, por supuesto, Andrés Manuel López Obrador. Hoy lo repetimos a propósito del grave acecho que sufre el Instituto Nacional Electoral por parte de las huestes cuatroteístas.
La desmesura en el ejercicio del poder, la hýbris que dirían los griegos, es un trastorno que ciertamente aqueja o aquejó a los cuatro presidentes arriba mencionados. Este trastorno de la personalidad puede desvanecerse una vez que se deja el puesto, Margaret Thatcher fue un ejemplo, o puede no atemperarse, como lo ejemplifica Trump o como quizás lo hubiera ejemplificado, de no haber muerto estando en el poder, Chávez.
Es ciertamente riesgoso para cualquier país el tener un mandatario con un ego incontrolable, pero las consecuencias pueden ser al final relativamente benignas cuando hay un sistema democrático de por medio. Bien saben esto los ególatras, por lo que, nada más alcanzando el poder, dedican parte de su energía a la demolición de las instituciones establecidas.
Ahora bien, hay destrucciones a las que pueden atreverse y hay otras a las que no, todo depende de la calidad de la democracia que priva en el país que gobiernan. Ni Trump ni Bolsonaro se aventuraron a tratar de modificar los procesos electorales mismos, los cuales constituyen obviamente el cimiento de todo sistema democrático. Tras perder en sus respectivas elecciones ambos trataron, sí, de asustar a sus huestes con el petate del muerto, pero nada más.
En cambio, el presidente López Obrador se atrevió hace unos meses a proponer un cambio constitucional de raíz que le hubiera permitido tener en un puño el proceso electoral mismo. No lo logró, porque su propuesta fue afortunadamente vencida por la sociedad civil y los legisladores de oposición. Pero su intento de asalto al INE continúa, ahora mediante el llamado Plan B.
El argumento que se esgrime en el plan es la reducción de los costos electorales, un pretexto absurdo pues el presupuesto del INE no representa más que una cuarta parte del uno por ciento del presupuesto federal. Esa minúscula magnitud contrasta con las cifras exorbitantes del erario que se han empleado, y se seguirán empleando, para alimentar a esos elefantes blancos que representan los tres grandes proyectos de inversión de este sexenio.
El mecanismo con el que se trataría de menoscabar el sistema electoral es muy simple (e inconstitucional). El plan propone que se eliminen las Juntas Ejecutivas Distritales, todas ellas, las trescientas, de tal forma que el servicio profesional electoral nacional sería reducido a su mínima expresión. De los más de 2500 funcionarios profesionales y altamente capacitados que trabajan hoy en día quedarían menos de 400. El objetivo sería, pues, minar la capacidad operativa del INE para, llegadas las elecciones del 2024, descalificar los resultados si no fueran del agrado del régimen.