Con frecuencia olvidamos que las instituciones políticas son obras humanas que, como lo humano, nacen, crecen, entran en crisis para luego morir y dejar paso a otras formas de existencia. El Estado moderno, que nació de las ideas ilustradas, no es la excepción. Su razón de ser: garantizar la justicia y la paz, entró en agonía. Muchas son sus causas que habría que englobar dentro de una crisis mayor. Me limitaré, sin embargo, al Estado. En particular a México y a un concepto que ha estado en su base a lo largo de la historia de Occidente.

Según Giorgio Agamben, el buen funcionamiento de un Estado depende del equilibrio de dos fuerzas que lo constituyen: la potestas y la auctoritas, el poder mundano y el poder espiritual o en términos modernos, la legalidad y la legitimidad. Cada vez que una ha querido supeditar a la otra, el orden de la vida social entra en graves estados de anomia. Cuando la legitimidad, que puede obtenerse mediante las urnas o mediante procesos revolucionarios, ha pretendido prescindir de la legalidad –es el caso de los Estados totalitarios del siglo XX o de las dictaduras del XXI– “la máquina política gira en el vacío con resultados letales”. Algo semejante ha ocurrido con las democracias modernas en las que “el principio legitimador de la soberanía popular que se reduce a las elecciones”, termina por subsumir la legitimidad en procedimientos jurídicos prefijados en leyes que socavan la justicia. El castillo de Kafka es un precisa alegoría de ello.

En México, sin embargo, nunca hemos tenido un Estado en el que legalidad y legitimidad haya mantenido un justo equilibrio. Durante los años en que el PRI gobernó, la legalidad fue siempre sometida a los arbitrios de un clientelismo que se pasaba por el forro leyes e instituciones. Durante la llamada transición democrática, los frágiles intentos por hacer que la legalidad empatara con la legitimidad se estrellaron con las redes de corrupción que el PRI creó o quedó atrapada en procedimientos jurídicos que terminaron por traicionar la voluntad soberana con la que la oposición llegó al poder. Un ejemplo de ello, en un país en el que el crimen es exponencial, es la impunidad que ha habido desde la época de Fox a nuestros días –más del 90%– y los pocos procesos judiciales que se siguen y quedan entrampados en argucias legales.

Con la llegada de AMLO al poder, estas dos fuerzas, lejos de equilibrarse, entraron en una pugna mortal. En nombre de la legitimidad y a la manera del viejo PRI, AMLO y Morena no han dejado de violentar la poca legalidad que se tenía. En nombre de la legalidad y la democracia la oposición pretende restituirle a la legitimidad el papel que perdió. La consecuencia es la parálisis de la máquina política y la violencia sin fin a manos de grupos delictivos que tienen capturado al Estado.

Tal vez el ejemplo más inmediato, por la mezquindad que lo envuelve, sea el caso de Yasmín Esquivel. El asunto es más que sabido. Lo inquietante es que a causa de que la legitimidad y la legalidad no caminan juntas, la señora, pese a su delito, permanece como ministra de la SCJN. Amparada por la legitimidad de AMLO y de la Corte, la señora goza de impunidad. Protegida por los vericuetos legaloides de la UANM, que abdicó de la legitimidad de su autonomía, la señora continúa fungiendo como parte de la más alta tribuna de la ley. Mientras tanto, el país se polariza, la corrupción continúa y los grupos criminales, de los que el caso de Esquivel y las redes de tráfico de tesis son sólo un pequeño fragmento, someten y desgarran la vida social.

Si la crisis de Estado por la que atraviesa México es tan profunda y grave es porque, como lo muestra el caso de Yasmín, no sólo cuestiona la legalidad y la legitimidad de sus instituciones, sino también y por lo mismo, el principio mismo que las funda: ser garantes de la justicia y la paz. La ilegalidad, vuelvo a Agamben, “está tan difundida y generalizada porque los poderes han perdido toda conciencia de su verdadera legitimidad”. Por eso no sólo es estúpido lo que hacen AMLO y Morena al creer que la legitimidad rehace la justicia por el hecho de su autenticidad; lo es también lo que la oposición hace al depositarla en los largos vericuetos de una legalidad kafkiana. Al igual que una crisis que golpea la legalidad no puede resolverse exclusivamente en el plano de la autenticidad, una crisis que ponen en entredicho la legitimidad tampoco puede hacerlo en el puro plano del derecho.

El problema es que hoy esas dos fuerzas se encuentran en abierta pugna en México buscando someterse entre ellas. Es una crisis terminal que anuncia violencias más terribles y exige, como un cuerpo enfermo que nunca conoció la salud, preparase para morir. ¿Podrá salir una nueva forma de Estado de ello, un Estado que logre hacer que las dos fuerzas que lo componen no se supediten una a otra, como sucedió en el pasado, o se confronten entre ellas como sucede hoy, sino que se mantengan separadas en un tenso y armónico equilibrio que permita un orden justo y pacífico? Es imposible saberlo. Lo que sabemos es que hoy el Estado está gravemente enfermo y que el estrépito de su demoronamiento, a fuerza de anomia, será aún más terrible que su ya larga agonía.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

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