¿Por qué creo en lo que creo? ¿Por qué me siento tan seguro de mis principios? ¿Por qué yo tengo razón y tú estás equivocado? Los humanos estamos hechos de ficciones: de un sinfín de ideas que han llegado a tu cerebro y poco a poco han cristalizado en tu interior hasta hacerte quien eres o, mejor, quienes crees ser. Toda identidad es imaginaria: un conjunto de presupuestos -y prejuicios- que asumes verdaderos porque… los asumes verdaderos. Nos gusta pensar que nuestras ideas más arraigadas se las debemos a la razón, como si las hubiéramos meditado y comprobado meticulosamente, pero se trata de otra fantasía: en la mayor parte de los casos, esta apenas juega un papel frente a la emoción o la simple costumbre.
Desde niños, tus padres y familiares te bombardean con sus ficciones, que muy pronto se acomodan en tus neuronas hasta que las consideras tuyas. La escuela y el entorno social hacen el resto: si la primera debería no solo proporcionarte nueva información sobre el mundo -en teoría derivada de siglos de pruebas- sino contrastar y matizar la que ya posees, el segundo ejerce un influjo casi siempre más drástico, arrinconándote en las ficciones compartidas por tu mismo grupo.
Igual que con nuestros genes, los padres son egoístas y tiránicos con sus memes -el término inventado por Richard Dawkins para referirse a las ideas, hoy tan sobajado por las redes-: salvo excepciones, no solo aspiran a que sus hijos se les parezcan, sino que piensen igual que ellos. Y, si bien los jóvenes suelen rebelarse naturalmente contra sus progenitores y sus ideas anticuadas, con la madurez muchos regresan a sus principios -otra vez esta palabra- a fin de asegurar la continuidad de su grupo.
Frente a la constante inoculación de ideas de que somos objeto por parte de nuestras familias, y al reforzamiento del entorno y los medios, contamos con una única vacuna: la autocrítica. Una invención memorable que permite cuestionar cualquier idea y cualquier principio. Cualquiera. Al menos desde la antigüedad clásica y sobre todo a partir de la Ilustración, la autocrítica ha sido nuestra solitaria defensa contra el anquilosamiento y los prejuicios -y contra toda forma de discriminación- heredados o asumidos solo porque sí.
Vivimos, sin embargo, en una época que cada vez la desdeña más. Como pocas veces en el pasado reciente, preferimos articular todos los mecanismos posibles para frenar cualquier cuestionamiento interno y volcarnos, en cambio, en una agresiva batalla contra quienes no piensan similar. Para empezar, se desprecia la educación pública -y en general todo lo público- y las familias enarbolan su derecho a decidir cómo educar a sus hijos: es decir, cómo adoctrinarlos sin intrusiones o contaminaciones ajenas.
Por otra parte, las redes sociales, que al nacer parecían abrirnos hacia mil perspectivas diversas, se han revelado como toscos reforzadores de los peores prejuicios. La lógica que imponen es la de seguir solo a quienes piensan como tú, impidiendo que alguien ponga en duda tus convicciones. En nuestro mundo no se premian las dudas y menos aún las dudas hacia tus creencias, sino el ataque brutal y descarnado hacia los otros. Y si esos otros se identifican en un único bando enemigo -si prevalece el engaño de que solo existe un ellos y un nosotros-, la endogamia llega a extremos cada día más peligrosos.
Eso que llamamos polarización no es sino una estrategia que busca expandir esta ficción criminal: si el otro está siempre equivocado, puedes sentirte tranquilo porque tú en todo tienes la razón. Quien fomenta esta división en solo dos opciones, la mía y la tuya -sobre todo desde el poder, pero también fuera de él- no busca otra cosa que cegarte. La incondicionalidad -el burdo tiempo de definiciones- es el cáncer del pensamiento. Ello no quiere decir, por supuesto, que no luches con todas tus fuerzas contra quienes te parece que están errados, pero solo una vez que, en vez de descalificar a los otros en cada mañanera o a insultar a diario al Presidente en redes, te has dedicado a cuestionarte sin tregua por qué crees en lo que crees.
@jvolpi