Primero tragedia, luego farsa. La frase de Marx no deja de verificarse solo que, en el caso de Daniel Ortega, la repetición es una farsa trágica o, más bien, sangrienta. Tras haber sido uno de los líderes más visibles de revolución sandinista en contra del dictador Anastasio Somoza en los años ochenta, de convertirse en Presidente tras la victoria guerrillera y de entregarle el poder a Violeta Chamorro en las elecciones de 1990, su obsesión por el poder lo ha llevado a transformar el FSLN en su reverso: un partido acomodaticio y corrupto, dispuesto a pactar todo tipo de medidas para sobrevivir -como la derogación del aborto-, cada vez más cercano a un populismo de derechas con un discurso cada vez más edulcorado. Y, desde que ganó las elecciones de 2006, no ha hecho otra cosa que tomar medidas cada vez más autoritarias a fin de conservar a toda costa su poder.
Un papel esencial en este giro derechista y dictatorial, envuelto en un lenguaje falsamente lírico y chabacano -que muchos siguen identificando torpemente con la izquierda-, ha sido desempeñado por Rosario Murillo, la esposa del antiguo comandante. Autodefinida como poeta y escritora antes que política y responsable de iniciativas como la Fundación para la Promoción del Amor, se halla detrás del nuevo envoltorio lingüístico que acompaña al FSLN en esta lamentable deriva. Cuando en 2018 se iniciaron las protestas contra el gobierno de su esposo, ella, convertida ya en vicepresidenta, no dudó en defender la mano dura y, sin eludir sus constantes referencias a la Buena Vida y el Amor, aplaudió la represión, el encarcelamiento y la tortura de numerosos líderes opositores, así como la intransigencia extrema hacia la crítica.
Un botón de muestra: mientras algunos de los principales opositores que se hallaban en prisión eran expulsados a Estados Unidos y despojados de su nacionalidad, ella cerraba otro de sus discursos en Managua con estas palabras: “Así estamos, Compañer@s, trabajando con Entusiasmo, con Pasión, con Alegría y con tanta Esperanza. Esta es la Vida Buena, la Vida en Paz, la Vida Tranquila, la Vida Segura, la Vida en la que Tod@s, Tod@s Junt@s, Vamos Adelante, como Pueblo que Vence; en la que Tod@s Junt@s somos ese Pueblo de inmenso e infinito Amor… Una Sola Inmensa Luz!”.
La actual dictadura nicaragüense -no se le puede llamar de otro modo- representa uno de los mayores peligros para los derechos humanos en América Latina. En contra de lo que piensan muchos de sus defensores en otras partes -como en el gobierno de López Obrador-, nada queda de izquierda en el cascarón del FSLN ni en los Ortega. Poco a poco todas las políticas progresistas que definieron su etapa guerrillera o su primer gobierno han sido drásticamente eliminadas, en tanto que -en buena medida por acción de Murillo- su discurso ha adoptado esa jerga nacionalista y amorosa destinada a confundir a sus ciudadanos. Como Lady Macbeth, Murillo le ha susurrado al oído a Daniel Ortega este lenguaje vacuo y cursi para ocultar sus crímenes y el odio inmisericorde que les reserva a sus críticos.
El eslabón más reciente en esta contrarrevolución lingüística ha sido la decisión de arrebatarles la nacionalidad a los escritores Sergio Ramírez -Premio Cervantes- y Gioconda Belli, dos de las figuras más respetadas y visibles del país, ambos comprometidos con la primera hora del sandinismo y ambos críticos de este espurio FSLN. Como Platón en La República, Murillo y Ortega han decidido expulsar a los poetas de esa patria de poetas que siempre ha sido Nicaragua a fin de que no corrompan a los jóvenes. Una decisión tan ridícula como las consignas amorosas de la omnipresente pareja presidencial: hagan lo que hagan, Ramírez y Belli jamás dejarán de ser compatriotas de Darío. Es hora, pues, de dejar de incluir a Nicaragua entre las naciones latinoamericanas gobernadas por la izquierda y denunciarla de manera contundente y explícita como lo que en verdad es: una dictadura conservadora y feroz que viola de manera sistemática los derechos humanos.
@jvolpi